T.S. Eliot sobre "La educación actual y los clásicos"
Con frecuencia, las cuestiones educativas se discuten como si no tuvieran relación alguna con el sistema social en y para el que la educación se realiza. Esta es una de las causas más comunes de lo insatisfactorio de las respuestas. Un sistema educativo solo tiene sentido dentro de un sistema social específico. Si actualmente la educación parece estar deteriorándose, si parece que se está volviendo más y más caótica y carente de sentido, es primariamente porque no tenemos una organización asentada y satisfactoria de la sociedad y porque tenemos opiniones vagas y diversas sobre el tipo de sociedad que queremos. La educación es un asunto que no puede plantearse sobre el vacío: unas preguntas llevan a otras: sociales, económicas, financieras, políticas. Y los soportes residen en en problemas aun más trascendentales que dichas cuestiones: para saber qué queremos en la educación hemos de saber qué queremos en general, debemos derivar nuestra teoría de la educación a partir de nuestra filosofía de la vida. El problema resulta ser un problema religioso.
Se podría hablar casi de una crisis de la educación. Hay problemas específicos de cada país, de cada civilización, igual que hay problemas específicos de cada padre; pero hay también un problema general de todo el mundo civilizado y del no civilizado en tanto que este está siendo enseñado por sus superiores civilizados; un problema que puede ser tan agudo en Japón, en China o en la India como en Gran Bretaña o Europa o América. El progreso (no quiero decir la extensión) de la educación durante varios siglos ha sido en un aspecto, una deriva, en otro, un empuje; pues ha tendido a ser dominado por la idea de progresar. El individuo quiere más educación no como una ayuda para la adquisición de sabiduría, sino para progresar; la nación quiere más educación para superar a otras naciones, la clase la quiere para superar a otras clases o al menos para mantener la igualdad con ellas. Se asocia así la educación por un lado con la eficiencia técnica y con ascender en la sociedad por otro. La educación se convierte en algo a lo que todo el mundo tiene derecho
, incluso sin considerar su capacidad; y cuando todo el mundo la consigue —para entonces, obviamente, de un modo diluido y adulterado— entonces se descubre, naturalmente, que la educación no es un medio infalible para progresar y la gente se vuelve hacia otra falacia: la de la educación para el ocio
—sin haber revisado sus nociones de ocio
. En el momento en que este hermoso motivo de esnobismo se evapora, el atractivo de la educación desaparece; si no va a significar más dinero o más poder sobre otros o una mejor posición social o, al menos, un trabajo respetable fijo, poca gente va a tomarse la molestia de adquirir educación alguna. Pues, por mucho que se deteriore, cualquier tipo de educación requerirá una buena cantidad de trabajo penoso. Y la mayoría de la gente es incapaz de disfrutar del ocio —es decir, de la ausencia de trabajo unida a unos ingresos y a un estatus respetable— más que de formas bastante simples —como con pelotas empujadas con las manos, los pies, o con máquinas o herramientas de diversos tipos; jugando a las cartas; u observando perros, caballos u otros hombres dedicados a pruebas de velocidad o habilidad. El hombre iletrado con una mente vacía, libre de ansiedad financiera o de limitaciones estrechas y con acceso a clubes de golf, salas de baile, etc. está, hasta donde yo veo, tan bien equipado para llenar su ocio a gusto como lo está el hombre culto.
La inadecuación de las nociones de la mayoría de la gente sobre la educación queda expuesta en cuanto hay una discusión pública sobre el tema del incremento de la edad de escolaridad. Para dejar de lado como irrelevante el miserable parche que supone la idea de que elevar la edad de escolarización disminuirá el desempleo —una mera confesión de incapacidad para resolver un problema distinto— la mayoría de la gente asume (y siempre hay gran cantidad de gente dispuesta a discutir este problema) que más educación —es decir, más años de educación— sería una buena cosa si la nación pudiera permitírselo.
Por supuesto que la nación podría permitírselo si fuera una cosa tan sumamente buena. Pero nadie se para a considerar qué es esta educación de la que no se puede tener demasiada; o si la sociedad en la que más de esta educación es una cosa buena es una sociedad deseable. Si, por ejemplo, la nación
, o las personas que la componen, tiene poco dinero, ¿no deberíamos primero asegurarnos de que nuestra educación elemental es ya tan buena que no puede mejorarse a base de dinero antes de atacar un programa más ambicioso? (Cualquiera que ha enseñado a niños aunque solo sea unas pocas semanas sabe que el tamaño de una clase representa una diferencia inmensa respecto a lo que se puede enseñar. Quince es un número ideal; veinte es el máximo; con treinta se puede hacer mucho menos; con más de treinta, la principal preocupación de la mayoría de los profesores es simplemente guardar el orden, y los niños más inteligentes se arrastran al paso de los retrasados).
La primera tarea de un imaginario ocupante de un puesto dictatorial en la educación de un país sería obviamente asegurarse de que la educación elemental es tan buena como pueda tenerse; y después proseguir asegurándose de que nadie recibe demasiada educación, limitando los números destinados a la educación superior
a un tercio (por decir) de los que la reciben hoy. (No deseo un dictador, ni siquiera en la educación, pero a veces conviene emplear la figura de un dictador hipotético). Pues una de las causas potenciales de deterioro de las universidades es el deterioro de los niveles previos. Las universidades han de enseñar lo que pueden al material que reciben: ahora incluso enseñan Inglés en Inglaterra. Las universidades americanas, desde Charles William Eliot y sus educadores
contemporáneos, han tratado de hacerse tan grandes como puedan en una loca competencia por los números: es mucho más fácil convertir una universidad pequeña en una grande que reducir el tamaño de una que ha crecido demasiado. Y después de que Eliot hubiera enseñado a América que una universidad debería ser lo más grande posible (y he visto una que jactaba de tener 18.000 alumnos —incluyendo, debo decirlo, clases vespertinas—), América se enriqueció —es decir, produjo un notable número de millonarios—, y la generación siguiente se propuso un programa igualmente loco de construcción, erigiendo en breve plazo una gran variedad de imponentes, aunque en algunos lugares apresuradamente terminados, auditorios, residencias e incluso capillas. Y cuando uno ha disipado tanto dinero en planificación y equipamiento, cuando uno tiene una cantidad ingente (aunque no siempre bien pagada) de personal, la mayoría casado y con unos cuantos hijos, cuando uno está licenciando de sus facultades más y más hombres entrenados para ser profesores en otras universidades y que probablemente querrán casarse y tener hijos también; cuando el sistema nacional entero de educación superior está diseñado para un periodo de crecimiento, para un país que va a incrementar indefinidamente su población, a enriquecerse y a construir más universidades —entonces uno se da cuenta de que retraerse es muy difícil.