T.S. Eliot sobre "La educación actual y los clásicos" (2)
Lo que ocurre en América no es tan irrelevante para los asuntos británicos como se da por sentado comúnmente. Pues, como ya he dicho, lo que hemos de reconocer es una crisis educativa no en un país sino en todos, una crisis que tiene características comunes en todas partes. Lo que ha ocurrido en las universidades americanas puede ocurrir en las universidades de provincias de Inglaterra; y lo que ocurre en las universidades de provincias ejerce influencia en lo que ocurre en Oxford y Cambridge. Estamos metidos de lleno en una era de grandes cambios sociales. No pongo objeción a esto; pero pienso que si admitimos que el cambio social significa inevitablemente el cambio en el sistema de educación, en las concepciones sobre quién debería ser educado y cómo, y en la cuestión aun más descuidada, por qué, entonces seremos más capaces de darle una dirección inteligente, más que dejar que la educación se cuide de sí misma.
Es frente a este vasto trasfondo cambiante, muy importante para mi planteamiento, frente a lo que yo plantearía la cuestión del lugar de los clásicos en la educación actual. Distinguimos tres tendencias educativas, al igual que políticas, la liberal, la radical y la que estoy tentado de llamar, quizás simplemente porque es la mía propia, la ortodoxa. Al usar estos tres términos respecto a las tendencias educativas no deseo trazar ningún paralelo político, pues en política no hay razas puras de ningún tipo.
La actitud liberal hacia la educación es con la que estamos más familiarizados. Es adecuada para sostener la aparentemente inobjetable opinión de que la educación no es una mera adquisición de hechos sino una capacitación de la mente como un instrumento para tratar con todo tipo de hechos, para razonar y para aplicar la capacitación adquirida en un área para enfrentarse a nuevos hechos. Se infiere que cualquier tema es tan adecuado para la educación como otro; que el estudiante debería seguir su propia inclinación y estudiar el que sea que le resulta de más interés. Tanto el estudiante que se aplica a la geología como el que se aplica a las lenguas pueden al final encontrar trabajo: se presume que si ambos han aprovechado al máximo sus oportunidades y tienen iguales capacidades, estarán los dos igualmente preparados para su vocación, y para la vida.
Pienso que la teoría de que se puede preparar la mente igualmente bien en cualquier tema y que la elección de la clase de hechos a adquirir es indiferente puede llevarse demasiado lejos. Hay dos tipos de temas que, en una etapa temprana, proveen magra preparación a la mente. Un tipo es el de los temas que versan más sobre teorías y la historia de las teorías que con el almacenamiento en la mente de la información y conocimiento sobre los que se construyen las teorías: un tema así, y muy popular, es la economía, que consiste en un número de teorías complicadas y contradictorias, un tema que no está probado en absoluto que sea una ciencia, basado usualmente sobre asunciones ilícitas, la progenie bastarda de un padre que repudia, la ética. Incluso la filosofía, cuando se divorcia de la teología y del conocimiento de la vida y de hechos verificables, no es más que un sustento magro o un trago momentáneamente estimulante que deja tras sí sequía y desilusión. El otro tipo de tema que provee una capacitación indiferente es aquel que es demasiado detallado y particular, cuya relación con el negocio general de la vida no es evidente. Y hay un tercer tema, igualmente malo como capacitación, que no cae en ninguna de estas dos clases, pero que es malo por razones propias: el estudio de la Literatura Inglesa o, para ser más exhaustivo, la literatura de la lengua propia.
Otra falacia de la educación liberal es que el estudiante que llega a la universidad debería elegir los estudios que más le interesen. Para un pequeño número de estudiantes esto es mayormente cierto. Incluso en una etapa muy temprana de la vida escolar, se pueden identificar unos pocos individuos con una inclinación específica hacia un grupo u otro de estudios. El peligro para estos afortunados es que si se les deja a su aire se sobreespecializarán, serán totalmente ignorantes respecto a los intereses generales de los seres humanos. Todos somos, de un modo u otro, perezosos por naturaleza y nos es mucho más fácil confinarnos al estudio de temas en los que sobresalimos. Pero la gran mayoría de la gente que ha de ser educada no tiene una inclinación fuerte hacia la especialización porque no tiene dones o gustos específicos. Aquellos que tienen mentes más animadas y curiosas tenderán a lo superficial. Nadie puede adquirir una verdadera cultura sin haber tratado estudiar algún tema en que no tenía ningún interés —pues parte de la educación es aprender a interesarnos en temas para los que no tenemos aptitud alguna.
La doctrina de estudiar el tema que le gusta a uno (y para muchos jóvenes en el proceso de desarrollo esto a menudo es solo lo que les gusta en cada momento) es de lo más desastrosa para aquellos cuyos intereses caen en el campo de las lenguas modernas o en el de la historia, y es lo peor para quienes se imaginan que serán escritores. Porque es para esta gente —y hay muchos de ellos— para quienes la deficiencia en el latín y el griego es más desafortunada. Los que tienen una habilidad real para adquirir estas lenguas muertas son pocos y es muy posible que se dediquen por iniciativa propia a los Clásicos —si se les da la oportunidad. Pero hay muchos más entre nosotros, quienes tenemos dones para las lenguas modernas, o para nuestra propia lengua, o para la historia, que solo poseemos una modesta capacidad para dominar el latín y el griego. Difícilmente se puede esperar que nos demos cuenta, en la adolescencia, de que sin un fundamento de latín y griego, nuestro poder sobre esos otros temas queda limitado.
Ahora bien, mientras que el liberalismo cometió la locura de pretender que un tema es tan bueno como cualquier otro como objeto de estudio y que el latín y el griego simplemente no son mejores que muchos otros, el radicalismo (vástago del liberalismo) descarta esta actitud de tolerancia universal y declara al latín y al griego como temas de poca importancia. El liberalismo había excitado una curiosidad superficial. Nunca antes tanta información miscelánea había sido puesta a disposición de todo el mundo, en grados de simplificación adaptados a la capacidad de asimilación de cada uno. Los entretenidos paradigmas del Sr. H. G. Wells testimonian esto con su popularidad; nuevos descubrimientos se dan a conocer a todo el mundo inmediatamente; y todos saben que el universo está expandiéndose o bien contrayéndose. En una curiosidad disipada acerca de tales novedades, grandes cantidades de gente, muchas de ellas pobres y necesitados, piensan que están mejorando sus mentes o llenando su ocio con una ocupación loable. El radicalismo procede entonces a organizar los temas vitales
y a rechazar lo que no es vital. Un crítico literario actual, que ha ganado gran publicidad por la crítica marxista de la literatura, nos ha dicho que los hombres reales de nuestro tiempo son cuales los Lenins, Trotskys, Gorkys y Stalins; también los Einsteins, Plancks y Hunt Morgans. Para este crítico, el conocimiento significa primariamente conocimiento científico del mundo que nos rodea y de nosotros mismos.
Este enunciado podría recibir una interpretación respetable; pero me temo que el crítico solo quería decir lo mismo que el hombre de la calle. Por conocimiento científico del mundo que nos rodea
no quiere decir comprender la vida. Por conocimiento científico de nosotros mismos no quiere decir conocimiento propio. En resumen, mientras que el liberalismo no sabía lo que quería de la educación, el radicalismo lo sabe, y quiere la cosa equivocada.