T.S. Eliot sobre La educación actual y los clásicos
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De todos modos, el radicalismo merece aplauso por querer algo. Ha de ser aplaudido por querer seleccionar y eliminar, incluso si quiere seleccionar y eliminar las cosas equivocadas. Si uno tiene una idea concreta de la sociedad, entonces hace uno bien en cultivar lo que es útil para el desarrollo y sostenimiento de esa sociedad y prevenir lo que es inútil y distrae. Y hemos estado demasiado tiempo sin un ideal. Es un lugar común hoy día que el comunismo ruso es una religión. Así que sus gobernantes deben educar a los jóvenes en los artículos de esa religión. Intento indicar ahora la defensa fundamental del Latín y el Griego, no simplemente dar una colección de razones excelentes para estudiarlos, razones que el lector puede pensar por sí mismo. Hay dos y solo dos hipótesis últimamente sostenibles sobre la realidad: la católica y la materialista. La defensa del estudio de las lenguas clásicas debe basarse, en esencia, en su relación con la primera, del mismo modo que debe hacerlo la defensa de la primacía de la vida contemplativa sobre la vida activa. Asociar a los Clásicos con un Toryismo sentimental, con las salas de profesores de Cambridge y citas clásicas en la Cámara de los Comunes, es darles una justificación banal, pero apenas más banal que defenderlos mediante una filosofía del humanismo —es decir, mediante una tardía acción de retaguardia que intenta detener el progreso del liberalismo justo antes del final de su avance: una acción, además, luchada por tropas que ellas mismas están ya medio liberalizadas. Es ya hora de disociar la defensa de los Clásicos de objetos que, a pesar de su excelencia excelentes bajo ciertas condiciones y en un cierto entorno, son solo de importancia relativa —un sistema tradicional de colegios privados, una sistema tradicional de universidades, un orden social decadente— y de asociarla permanentemente a aquello a lo que pertenecen, a algo permanente: la fe cristiana histórica.
No ignoro el gran valor que pueden tener las fuerzas negativas y obstructoras. Cuanto más tiempo puedan las mejores escuelas y las más antiguas universidades de este país (pues en América ya han abandonado totalmente la lucha) conservar algún estándar de educación clásica, mejor para quienes miran al futuro con un deseo activo de reforma y una aceptación inteligente del cambio. Pero esperar de nuestras instituciones educativas alguna otra contribución positiva en el futuro sería vano. Como solo el católico y el comunista saben, toda educación ha de ser, en última instancia, educación religiosa. No quiero decir que la educación haya de estar limitada a los postulantes al sacerdocio o a los rangos altos de la burocracia soviética; quiero decir que la jerarquía de la educación debería ser una jerarquía religiosa. Las universidades han ido demasiado lejos en la secularización, hace demasiado que han perdido cualquier asunción común fundamental sobre la finalidad de la educación, y son demasiado grandes. Podría esperarse que, eventualmente, siguieran la pauta o bien que sean relegadas a la conservación como curiosas reliquias arquitectónicas; pero no se puede esperar que guíen la marcha.
Es perfectamente posible, claro está, que el futuro no traiga ni una civilización cristiana ni una materialista. Es perfectamente posible que el futuro no traiga más que caos o sopor. En esa eventualidad, no estoy interesado en el futuro; solo estoy interesado en las dos alternativas que me parecen dignas de interés. Solo me dirijo aquí a los lectores que están preparados para preferir una civilización cristiana, si se les fuerza la elección; y solo es a lectores que desean la supervivencia y el desarrollo de una civilización cristiana a quienes recalco la importancia del estudio del latín y el griego. Si la cristiandad no ha de sobrevivir, no me importará que los textos de las lenguas latina y griega se vuelvan más oscuros y olvidados que los de la lengua de los etruscos. Y la única esperanza que veo para el estudio del latín y el griego, en su lugar propio y por las razones correctas, está en el renacer y la expansión de las órdenes monásticas dedicadas a la educación. Hay otras razones, y del mayor peso, para desear un renacer de la vida monástica en su diversidad, pero el mantenimiento de la educación cristiana no es la menor. La primera tarea educativa de las comunidades debería ser la conservación de la educación en el claustro, incontaminada por el diluvio de barbarismo externo; la segunda, la provisión de educación para el laicado, que debería ser algo más que la educación para un puesto funcionarial o para la eficiencia técnica o para el éxito social o público. No sería el adorno hortera de la educación para el ocio.
Ahora que el mundo en general se seculariza cada vez más, se hace más urgente la necesidad de que el pueblo cristiano profeso tenga una educación cristiana, que debería ser una educación tanto para este mundo como para la vida de oración en este mundo.