Darenski llegó al Estado Mayor del ejército y se dirigió al oficial al mando. En una habitación semioscura y amplia, un joven con el rostro abotargado, que se estaba quedando calvo y vestía una chaqueta sin insignias de rango, jugaba a las cartas con dos mujeres uniformadas, las dos tenientes. En lugar de interrumpir el juego cuando el teniente coronel entró en la habitación, le miraron con aire distraído y continuaron hablando animadamente:
—¿No quieres triunfos? ¿Y una jota?
Darenski esperó a que terminara el reparto y preguntó:
—¿Está alojado aquí el comandante del ejército?
Una de las dos jóvenes mujeres le respondió:
—Ha ido al flanco derecho, volverá hacia la noche.
Miró a Darenski con ojo experto, de militar, y afirmó más que preguntar:
—Camarada teniente coronel, viene del Estado Mayor del frente, ¿no es así?
—Exacto —respondió Darenski. Y, guiñando imperceptiblemente un ojo, le preguntó—: Disculpe, ¿puedo ver al miembro del Consejo Militar?
Está con el comandante del ejército, no regresará hasta la noche —respondió la segunda joven, que después añadió—: ¿Es usted del Estado Mayor de la artillería?
—Exacto —repitió Darenski.
La primera, que había respondido a la pregunta sobre el comandante, le pareció a Darenski particularmente atractiva, aunque era más entrada en años que la última en responder. Pertenecía a ese tipo de mujeres que parecían bellas, pero que un movimiento casual de la cabeza bastaba para que de repente revelaran un aspecto ajado, poco interesante, demasiado viejo. Tenía una bonita nariz recta y unos ojos azules fríos que parecían traslucir que conocía el valor exacto de sí misma y los demás.
Su cara parecía decididamente joven, no se le habrían puesto más de veinticinco años, pero apenas fruncía la frente o adoptaba una expresión pensativa, se hacían visibles las arrugas en las comisuras de los labios y la piel que le colgaba del cuello; por lo menos debía de tener unos cuarenta y cinco. Sin embargo sus piernas, vestidas con unas botas elegantes, hechas a medida, eran magníficas.
Todos esos detalles, que se tarda tanto en describir, fueron captados en un instante por el ojo experto de Darenski.
La segunda mujer era joven, pero rellenita, robusta. Tomados por separado, sus rasgos no tenían nada de extraordinario: su pelo carecía de volumen, tenía los pómulos prominentes y los ojos de un color incierto, pero era joven y femenina, hasta tal punto que incluso un ciego sentado a su lado lo habría notado.
Y Darenski también percibió esos detalles al instante. Más aún, en un abrir y cerrar de ojos había comparado inmediatamente las cualidades de la primera, que le había respondido sobre el comandante, y de la segunda, que le había respondido a propósito del miembro del Consejo Militar; y había hecho una elección, una elección casi sin consecuencias prácticas, la misma que hacen casi todos los hombres al mirar a las mujeres. A pesar de que una infinidad de pensamientos le ocupaban la cabeza —¿dónde encontraría al comandante? ¿Lograría obtener la información que necesitaba de él? ¿Dónde podría comer y dormir: ¿Habría un camino largo y difícil desde la división hasta el extremo flanco derecho?—, decidió íntimamente: «¡La elijo a ella!».
Y así fue que en lugar de ir a ver al jefe del Estado Mayor se quedó jugando a las cartas.
Durante la partida, en la que jugó como compañero de la mujer de ojos azules, Darenski se enteró de muchas cosas: su compañera de juego se llamaba Alla Serguéyevna; la segunda, la más joven, trabajaba en la enfermería; el chico de la cara llena, Volodia, era cocinero en la cantina del Consejo Militar y probablemente estaba emparentado con alguien del mando.
Darenski notó enseguida el poder que ejercía Alla Serguéyevna; era obvio por la manera en que la gente se dirigía a ella cuando entraban a la habitación. Lo más probable es que el comandante fuera su marido, no sólo su amante, como pensó de entrada.
Al principio no comprendía por qué Volodia se comportaba de una manera tan familiar con ella. Luego se le ocurrió de repente que Volodia debía de ser el hermano de la primera mujer del comandante. Lo que no estaba claro era si la primera mujer del comandante estaba todavía viva; y si así era, si habían formalizado el divorcio.
Era evidente que la joven, Klavdia, no estaba casada con el miembro del Consejo Militar. Había ciertos matices de arrogancia y condescendencia en la manera en que Alla Serguéyevna le hablaba: «Sí, estoy jugando a las cartas contigo, nos tuteamos, pero son sólo exigencias de la guerra en la que tú y yo participamos».
Por su parte, Klavdia, también tenía un cierto sentido de superioridad respecto a Alla Serguéyevna. Darenski lo entendía así: «Muy bien, tal vez no estoy legalmente casada, pero al menos soy una compañera de guerra, soy fiel al miembro del Consejo; de ti, en cambio, aunque seas esposa legítima, sé dos o tres cosas… Atrévete a llamarme “amante del guerrero”…».
Volodia no se esforzaba en disimular lo mucho que le gustaba Klavdia. Parecía decir: «El mío es un amor desesperado; ¿cómo puedo, yo, un cocinero, competir con un miembro del Consejo Militar…? Pero aunque sólo sea un cocinero, te amo con un amor puro, tú misma lo debes de notar. Me basta con poder mirar tus ojos negros por los que te ama el miembro del Consejo Militar, nada más».
Darenski jugaba mal a las cartas y Alla Serguéyevna le tomó bajo su protección. A la mujer le gustaba el enjuto teniente coronel que decía «se lo agradezco»; balbuceaba «le ruego que me excuse», cuando al repartir las cartas sus manos se tocaban; miraba desolado a Volodia que se hurgaba la nariz con los dedos y luego se secaba con un pañuelo; sonreía amablemente ante las bromas de los compañeros de juego y él mismo era muy ingenioso.
Después de hacer una de sus bromas, ella le dijo:
—Muy agudo, al principio no caía. Esta vida en la estepa me ha vuelto estúpida.
Pronunció estas palabras en voz baja, como para darle a entender, o mejor hacer que intuyera, que entre los dos se podía entablar una conversación íntima, de carácter privado, capaz de provocar escalofríos en la espalda, el único tipo de conversación que tiene importancia entre un hombre y una mujer.
Darenski continuó cometiendo errores y ella continuó corrigiéndole, pero entre ellos, mientras tanto, se había iniciado otro juego, un juego en el que Darenski no cometía errores, un juego que conocía perfectamente… Y aunque no hubieran hablado excepto para decirse «deshágase de las picas», «tire, tire, no tenga miedo, no se ahorre los triunfos», ella ya había visto y apreciado todos los atractivos que había en él: la suavidad y la fuerza, la reserva y la audacia, la timidez…
Alla Serguéyevna notaba todas esas cualidades por su propia perspicacia y porque Darenski sabía cómo mostrarlas. Y ella sabía demostrarle que entendía las miradas que él dirigía a su sonrisa, al movimiento de sus manos, a la manera como contraía la espalda, a su pecho bajo la elegante gabardina, a sus piernas, a sus cuidadas uñas. Darenski percibía que la voz de Alla era más cantarina y forzada, y su sonrisa era más amplia que de costumbre para permitirle apreciar la belleza de su voz, la blancura de sus dientes, la seducción de sus hoyuelos…
Darenski estaba emocionado y agitado por aquella atracción que se había despertado en él. Nunca se acostumbraba a una sensación así, y cada vez le parecía la primera. Su gran experiencia en las relaciones con las mujeres nunca se había transformado en costumbre. Su experiencia era una cosa, el placer y la excitación otra bien diferente. Precisamente eso le convertía en un verdadero amante de las mujeres.
Al final acabó pasando la noche en el cuartel general del ejército.
Por la mañana fue a ver al jefe del Estado Mayor, un coronel taciturno que no le hizo ni una pregunta sobre Stalingrado, sobre las novedades en el frente, sobre la situación al noroeste. Después de la conversación Darenski comprendió que aquel coronel podía ofrecer poca satisfacción a su curiosidad de inspector, le pidió que estampara un sello en sus documentos y salió a inspeccionar las tropas.
Se sentó en el coche con una extraña sensación de vacío y debilidad en las piernas y en las manos, sin un solo pensamiento, sin deseo, reuniendo en sí la saciedad y el vacío total… Le parecía que a su alrededor todo se había vuelto insípido y vacío: el cielo, la vegetación de las estepas, las dunas que el día antes le habían gustado tanto. No tenía ganas de hablar ni de bromear con el conductor, el pensamiento de los suyos, incluso de su madre, que Darenski quería y admiraba, le aburría y le dejaba indiferente…
Las reflexiones sobre la batalla en el desierto, en los confines de la tierra rusa, no le preocupaban, pero se sucedían con indolencia.
De vez en cuando Darenski escupía, movía la cabeza, y con una especie de inexpresivo asombro susurraba: «Pero qué mujer…».
En aquellos momentos se agolpaban en su cabeza pensamientos de arrepentimiento y la constatación de que aquel tipo de caprichos pasajeros no traían nada bueno, y se acordaba de haber leído alguna vez en un escrito de Kuprín, o en alguna novela extranjera, que el amor se parece al carbón: cuando está candente, quema; cuando está frío, ensucia.
Sentía incluso asomar las lágrimas a sus ojos, no es que tuviera deseos de llorar, sino de lloriquear, quejarse a alguien… No era una elección propia, era la voluntad del destino… Luego se durmió. Cuando se despertó, decidió al instante: «Si no me matan, a mi regreso tengo que ver sin falta a Állochka ».