A continuación mi versión española a vuelapluma de un artículo del número de enero de 2024 de The New Criterion. En el asunto de los tatuajes discrepo un poco. En el del brutalismo no discrepo en nada.
Propaganda y feísmo
por Anthony Daniels
De tatuajes y brutalismo
A veces pienso (¿o es “siento”?) que vivimos en un Estado de Propaganda, no como el de Corea del Norte, por supuesto, en el que la fuente de la única doctrina es clara e inconfundible, sino uno en el que somos constantemente bombardeados por una clase generadora de opinión que quiere hacernos creer en, o estar entusiasmados por, algo a lo que antes éramos indiferentes o incluso hostiles. No hay una única fuente identificable de la propaganda, y sin embargo parece que también está coordinada: ¿cómo explicar si no su repentina ubicuidad? Es más Kafka que Orwell.
Por ejemplo, muy recientemente ha habido un esfuerzo concertado por persuadir al público europeo de que el fútbol (soccer) femenino es interesante y excitante. Los periódicos y las publicaciones online ofrecen de repente historias sobre él, con fotografías, informes, biografías y demás cuando, poco antes, la mayoría apenas tenía conciencia de que había mujeres que jugaban al fútbol.
Nadie puede objetar que lo hagan, por supuesto, pero pervive el hecho de que no son muy buenas, al menos no en comparación con los hombres. Pueden ser buenas —pero con para ser mujeres siempre añadido al final. No es culpa suya que no sean buenas jugando al fútbol, igual que no es culpa de los peces que sean analfabetos, pero el hecho de que todo el mundo simule no darse cuenta y no se atreva a decirlo, al menos en público, es ciertamente un poco siniestro. Un hombre de setenta años puede jugar un buen partido de tenis, pero siempre será relativo a su edad: nadie esperaría de él que ganara Wimbledon, ni nadie esperaría noticias exaltadas y apasionantes sobre un torneo de tenis para mayores de setenta años. El repentino interés en el fútbol femenino despide un tufillo de falsedad, como el entusiasmo simulado de una muchedumbre hacia el dictador en un estado comunista.
Se podrían dar muchos ejemplos de este fenómeno. Desde que noté por primera vez el ascenso de los tatuajes en la escala social, hace de esto un cuarto de siglo, he comprado libros sobre el asunto de manera ocasional, todos ellos elogiosos del así llamado arte corporal. Según han pasado los años, y siendo un porcentaje cada vez mayor de la población la que se mutila de este modo, he tenido que cambiar mi interpretación de este fenómeno. Al principio pensé que era el típico ejemplo de engreimiento intelectual y moral, así como de condescendencia hacia los insultados y maltratados —del mismo modo que los vaqueros rajados. Hace no tanto, eran mayormente los marginados —prisioneros y demás— quienes estaban tatuados. Por tanto, quienes no estaban marginados buscaban identificarse con quienes lo estaban (y supuestamente la imitación es la máxima expresión de empatía), a la vez que disfrutaban hipócritamente de las ventajas de la no-marginación.
Ahora que un tercio de los adultos de América están tatuados, esta no puede ser la explicación, si es que alguna vez lo fue. Se acepta comúnmente, incluso por aquellos que ven el tatuaje como un avance triunfal en la libertad humana, que el motivo es el deseo de individuación y de auto-expresión. ¡Por fin la gente es libre de expresarse! ¡Por fin pueden mostrar al mundo sus pensamientos más íntimos! ¡Por fin pueden realmente ser ellos mismos! Todos estos eslóganes sobre la moda de los tatuajes son entonados frecuente y, de hecho, repetidamente por los compañeros de viaje intelectuales, indicando muy raramente que tal individuación y auto-expresión —si eso es lo que es— connota una tragedia, no una liberación. La casi universal alabanza del fenómeno demuestra (a mi parecer) la naturaleza ovejuna de la vida intelectual moderna, en la que los intelectuales son los seguidores más que los líderes que ellos mismos creen ser. Un millón de americanos no pueden equivocarse, o al menos no sería prudente decirlo; por tanto ¡loa a los tatuajes!
El hecho de que los tatuadores profesionales se han vuelto, sin duda, altamente habilidosos se toma en todas partes como prueba de que son artistas, pese a que la habilidad no es lo mismo que el arte; de hecho, la habilidad ejercitada para un fin sin valor es moralmente peor que la incompetencia. Si yo fuera teísta, que no lo soy, diría incluso que la habilidad ejercida de este modo es un insulto a un don divino dado gratuitamente. En fin, simplemente me deja consternado.
De cualquier manera, parace haber un intento concertado por persuadirnos de que lo que hace poco se habría considerado una degradación es, en realidad, un avance humano. E, incidentalmente, lo que vale para los tatuajes también vale para los graffitti que tanto desfiguran los espacios urbanos. (Esas dos sensibilidades estéticas, la de los tatuajes y la del graffitti urbano moderno, me parecen tener cierta semejanza familiar). Los numerosos libros sobre el fenómeno del firmado en graffitti [n.t. tagging] también lo consideran una liberación y una forma de arte, como si todo el mundo se hubiera convertido en una Florencia del Renacimiento. Una vez más, se detecta cierta cobardía, o al menos insinceridad, en esto.
Pero un intento de persuadirnos del gran valor de lo espantoso, lo disfuncional y lo malo que me ha cansado en especial últimamente es un cierto esfuerzo aparentemente concertado de los arquitectos y los críticos de arquitectura por persuadir al público de que el estilo arquitectónico conocido como brutalismo tiene mérito, y que no es lo que le parece a la mayoría de la gente que ha sido: una aberración inhumana en la historia de la arquitectura que es autoevidentemente destructiva, fea.
Como muchos saben, el brutalismo obtiene su nombre de bréton brut, el nombre francés para el cemento, y no de brutalidad, aunque es difícil pensar en otro estilo arquitectónico más brutal que el brutalismo. Si se le pidiera a la gente que diseñara arquitectura deliberadamente brutal, lo que se obtendría sería el brutalismo.
Tengo una pequeña biblioteca de libros de fotografías sobre el tema, todos ellos laudatorios, aunque para la mayoría de la gente las fotografías que hay en ellos serían prueba suficiente de la catástrofe estética que el brutalismo ha infligido en las ciudades y sus habitantes dondequiera que se ha probado. Se podría decir, mirando las fotografías, res ipsa loquitur, pero claramente no es así. No hay nada tan obvio que no pueda ser negado.
Mi actitud hacia el brutalismo es como mi actitud hacia las serpientes: estoy horrorizado pero fascinado. En el caso del brutalismo, las preguntas que rondan mi mente como un estribillo son: ¿Cómo fue esto jamás posible? ¿Quién lo permitió y por qué? ¿Qué patología cultural, social, educativa y psicológica lo explica? Cuando la gente dice que lo acepta, incluso que le gusta, ¿qué pasa por sus cabezas? ¿Lo ven con sus ojos, o a través de las lentes formadas por unas abstracciones baratas y estrafalarias?
Hace poco, como un masoquista, compré dos libros de fotografías, Brutalist Paris y Brutalist Italy, de Nigel Green y Robin Wilson, y de Roberto Conte y Stefano Parego, respectivamente, en parte porque apenas podía creer lo que veían mis ojos. El primero tenía un texto relativamente largo, el segundo solo tres páginas pero, como se ha llegado a esperar de los textos de arquitectos o de críticos de arquitectura (Wilson es un historiador de la arquitectura en una escuela británica de arquitectura), la longitud no se equipara con una mayor ilustración. Las palabras son como una bruma cambiante cuyo significado puede ser ocasionalmente entrevisto, solo para desaparecer poco después.
Lo que es particularmente doloroso de estos libros, pero también excepcionalmente instructivo, es que tanto París como Italia son herederas de las que podrían ser las mayores herencias arquitectónicas del mundo. El contraste —la ausencia total de gusto y sano juicio— que estos libros ilustran más allá de toda refutación, cuando justo a la vuelta de la esquina, por así decir, hay un tesoro de genio arquitectónico, es así mucho más punzante y terrible. Se percibe que no se trata de un colapso arquitectónico, sino cultural.
Y sin embargo ambos libros están diseñados para impresionar y convertir, o para atraer hacia “un nuevo apetito por la forma arquitectónica y el imaginario fotográfico”, así como a “la aventura urbana”. ¿Qué tipo de aventura urbana sugiere la narración de Wilson de su retorno a un proyecto de viviendas dos años tras su primera visita?
Descubrí Cité Rateau transformada por un régimen flagrante de accesos cerrados, que impide casi totalmente la porosidad de la circulación desde la calle que se disfrutaba anteriormente. Más aun, algunas de las secciones más complejas de las partes internas de la bóveda quedan ahora ocultas por anodinas paredes nuevas de doble altura.
Casi se puede oler emanando de las fotografías el orín que debe impregnar muchas de las paredes de cemento de los bajos, como un comentario urológico sobre los efectos de los arquitectos brutalistas, que la mitad de las veces se consideraban constructores de un nuevo mundo más que de edificios.
Se podría quizás excusar a los primeros arquitectos que utilizaron cemento en bruto como un elemento material externo para los edificios porque el modo en que se deteriora podría no haber sido previsto sin experiencia previa. Pero este deterioro fue muy rápido y, a menudo quedaba fijado antes de que el edificio estuviera terminado. Aun así, la experiencia no cambió su praxis: es difícil no concluir que la fealdad absolutamente inhumana de lo que resultó no debía ser evitada, sino abrazada. Debería haber sido obvio al poco tiempo que intentar hacer un edificio hermoso a partir de cemento era como intentar cocinar un plato delicioso a partir de heces.
Pero la belleza no podía haber sido uno de los objetivos de los arquitectos. La fotografía del edificio que adorna (si esta es la palabra) la cubierta de Brutalist Italy, la Casa del Portuale de Nápoles, es casi cómicamente horrorosa: sería gracioso, solo si no existiera. Lógicamente, el cemento está sucio del modo propio de ese material, como si por él se filtraran aguas residuales, pero el diseño general dentado y discordante —con ángulos innecesarios, curvas y yuxtaposiciones— evoca la psicosis. El conjunto actúa sobre la retina como un estropajo visual. Es el peor entre iguales; podría, aun así, servir de modelo para los arquitectos en formación si se les diera como ejercicio diseñar algo aún peor, algo más feo: eso sí requeriría imaginación de verdad. De hecho, dudo que pueda hacerse.
Pero repito: estos libros no intentan consternar sino atraer. Pienso que parte de la atracción (para los atraídos) es la conexión clara de esta arquitectura con el totalitarismo, que muchos intelectuales anhelan, lo admitan abiertamente o no. En uno de sus pasajes lúcidos, Wilson nos dice sobre el brutalismo:
Otra parte vital de la ecuación que contribuyó al nivel de empeño, innovación y crítica dentro de la arquitectura del periodo fue la intervención de unas potentes políticas de izquierda en el urbanismo de los 60 y los 70 y, de hecho, el poder económico del Partido Comunista Francés. Más notablemente, esto se tradujo en gobiernos comunistas en los departamentos y municipios de los alrededores de París... que alcanzó una cima de control comunista a mediados de los 70. Muchos de los arquitectos empleados eran, ellos mismos, miembros del partido comunista.
Wilson también menciona, aparentemente sin incomodidad ni vergüenza, que algunos de los arquitectos franceses estaban impresionados y fueron influidos por el Muro Atlántico, casas de bloques y bunkers de hormigón construidos por los Nazis para mantener alejados a los Aliados.
Si monumentum requiris, cirumspice —mientras conduces desde el Aeropuerto Charles de Gaulle hacia la Ciudad de la Luz. Pude haber paisajes urbanísticos más feos en el mundo, pero no muchos.
El comentario de Wilson menciona la estética pero nunca la belleza. Por supuesto, se nos da la usual alabanza del material y el estilo como “honestos” —en contraposición con la deshonestidad de la Sainte-Chapelle, supongo. También recibimos cosas como lo que sigue:
Dentro de una búsqueda puramente arquitectónica del "al-natural", la aprehensión y la expresión de las condiciones del lugar constructivo, el momento de ensamblaje es primordial: esto es, la creación de una expresión material en la intersección del trabajo y del medio de construcción.
La verborrea está diseñada para ocultar la verdad más patente, que la única manera de mejorar estos edificios es la demolición:
Parecería que, en esta era de posguerra, alcanzar el efecto de una separación del suelo no es ya simbólicamente viable, sino que ahora se establece una nueva activación simbólica del suelo. En contraste con el bloque de acomodación celular de arriba, la vasija irregular del espacio común busca una forma exploratoria, como insegura de sus propios límites.
La absoluta indiferencia, incluso la directa hostilidad hacia la belleza es endémica de la crítica arquitectónica moderna. Aquí vemos a Oliver Wainwright, el influyente crítico arquitectónico y de diseño, sobre la campaña del fallecido Sir Roger Scruton para restaurar la belleza como una parte importante de la arquitectura:
la *Comisión Construir Mejor, Construir Hermoso*... embriagada por el fallecido filósofo estético Roger Scruton... se centra en la apariencia externa de los edificios a costa de asuntos mucho más cruciales. Nuestra salud mental y física dependen menos de ser excitados por el diseño de una fachada que por ser capaces de vivir y trabajar en espacios de tamaño adecuado con alturas de techos decentes, luz solar amplia, buena ventilación y aislamiento térmico.
Aquí la tecnocracia encuentra su voz más pura: sabe lo que es bueno para nosotros, y si no obtenemos lo que nos gusta, debemos aprender a gustar lo que obtenemos. Esta es la función de la crítica arquitectónica, y del estado de propaganda en que hoy vivimos.