Digresión
Este largo texto es una versión castellana mía de la versión inglesa del capítulo “Digresión” de “Hope Abandoned”, de Nadiezdha Mandelstam, la viuda del poeta Osip Mandelstam. La versión en inglés que he utilizado es de Max Hayward.
Ya he traducido algún pasaje de las memorias de esta mujer. Claramente es un texto sin revisar, con muchas repeticiones y algunas frases mal construidas. Pero es desgarrador y didáctico. La luz que trata de mostrar, aparte de narrar sus recuerdos de su esposo, es que el hermoso objetivo de “llevar la felicidad a todos”, que era la gran expectativa del comunismo, es inhumano y termina en el desprecio más abyecto del hombre que no comparte los mismo ideales (y también de muchos que lo comparten). Clasificar a las personas (buenos y malos, nosotros y ellos, kulaks y proletariado, fascitas y liberales, comunistas y defensores del libre mercado…) termina en el odio y la destrucción de la otra clase (los “malos”). Este texto es muy esclarecedor, en este sentido.
La división en partes es la propia de dicho capítulo y las notas del traductor son del original del ruso al inglés, salvo las indicadas como n.p.
Es posible que prefieras leer el pdf porque puede ser más cómodo.
Puede que haya una versión castellana, pero me ha servido esto para ejercitarme en la traducción
I. “Libertad perniciosa”
La libertad de elección presupone dos caminos, uno en dirección hacia una luz lejana que da sentido a la existencia, y el otro hacia la “noche y oscuridad del no ser”. Pushkin llamaba al segundo “la locura de la libertad perniciosa”. Siguiendo a Dostoyevski, usamos la palabra “licencia” para describir la elección personal del segundo camino [n.p. Este uso es correcto en castellano y está relacionado con el término “licencioso”]. La “libertad perniciosa” de Pushkin es poco más que la frivolidad juvenil, la siembra de avena salvaje recordada melancólicamente en los años maduros. Dostoyevski, por su parte, nos muestra aquellos extremos de la licencia que llevan a la muerte y la descomposición. La esencia es la misma, a pesar de la furtiva simpatía que todos podemos tener hacia la frivolidad y locura de la juventud. Si la “libertad perniciosa” no pudo destruir a Pushkin es porque él era Pushkin. Hasta cierto punto, incluso le fue útil, pues generó sus poderosos versos de arrepentimiento (con Pushkin no hay duda de que sus versos reflejaban siempre totalmente su estado mental presente —nunca adoptó una pose o se inventó situaciones inexistentes). Este es el camino de un gran poeta: según pasa por la vida, sus experiencias sirven para atemperarle, haciendo más profundos tanto sus emociones como su intelecto. Comparte los pecados del mundo pero es capaz de remordimiento. La autojustificación o la indulgencia hacia sus propios fallos están fuera de lugar para él. Un cierto sentido de culpa es el mayor activo del hombre. El pecado es siempre concreto, y el arrepentimiento impone palabras únicas y poderosas, un lenguaje inequívoco propio suyo. Puede ser el lenguaje de un momento específico en el tiempo, pero dura por siempre.
La única cosa que un poeta —o, en realidad, cualquier hombre— no debe hacer es entregar su libertad, volverse como cualquier otro, disolverse en su entorno, y hablar con el lenguaje específico del momento. Si actúa así, se convierte en un corruptor, aunque su mayor víctima es él mismo, pues una vez comienza a hablar el lenguaje del momento, un poeta pierde el poder “de quemar los corazones de la gente con sus palabras” [n.t. de Pushkin, “El Profeta”]. El lenguaje y las opiniones de la moda del momento no duran más que un día y solo atraen a aquellos que las crean activamente; estos son siempre los verdaderos corruptores, y no dudan en utilizar a los poetas para su trabajo de seducción del populacho (digo “populacho”, no “pueblo” a propósito). Pero el populacho tiene una memoria breve —aúlla su aprobación y luego olvida rápidamente, y ahí termina la cosa, y el poeta queda abandonado para pagar el precio —que, como ocurre siempre para un poeta, es muy alto. El poeta siempre paga un precio muy alto por todo. “Una retribución severa le espera” por cada mala acción, por cada acto poco meditado, por cada imprudencia —y esta, me parece a mí, es su defensa. Una vez leí en algún sitio cómo un periodista americano le preguntó a su padre, un sabio rabino, “¿Qué es un judío?” Su padre contestó: “Simplemente un hombre”, pero entonces pensó por un momento y añadió: “solo que quizás es un poco más un hombre que el resto de la gente”. Lo mismo, creo, es verdad de los poetas: de aquí su sentido de la culpa, la necesidad de arrepentimiento, el pago de la “retribución severa”. ¿No es esta la razón por la que “en nuestro cristianísimo mundo, los poetas son los judíos”? [n.t. cita de Marina Tsvetayeva]
La “licencia” explorada por Dostoyevski no solo destruye a sus adeptos, sino que también propaga la corrupción por todo su alrededor, abrasa la misma tierra, y deja todo baldío. Todos hemos leído a Dostoyevski y sabemos la angustia con la que muestra la licencia por lo que es, intentando advertir a la gente de sus consecuencias. Quienes hemos vivido la era de la gran licencia somos bien conscientes de que sus palabras cayeron en oídos sordos. Quienes escogen el camino de la licencia desean ser sordos y no oír nada. Mientras corrompen y desvían a otros, ninguno de ellos ni sus víctimas prestan atención a quien trate de advertirles. Dostoyevski sabía esto muy bien. Su más amargo reconocimiento de este hecho no aparece en ningún enunciado directo, sino en algo que pone en boca de uno de sus personajes, Hipólito, el enclenque joven con la cara llena de granos [n.t. En “El idiota”]. Hipólito sueña que abre la ventana y habla a la gente durante veinte minutos. Por supuesto, no hay nada que él pueda decirle a la gente, y del mismo modo, Dostoyevski no consiguió nada más que unos trágicos y apasionados “veinte minutos” en una ventana abierta. Hipólito resume el resultado a cuenta de Dostoyevski: la gente le escuchó y luego se fue a casa como si nada hubiera pasado. Dostoyevski, creo, escogió deliberadamente esta imagen de la “ventana abierta” para describir sus intentos de comunicarse con la gente. Estaba dentro de su poder abrir su ventana del todo, pero no era capaz de conseguir que otros abrieran las suyas y escucharan sus palabras. Era bien consciente de ello. La gente, como cualquier individuo, es una mónada, pero una mónada sin “ventana” —esta es la conclusión pesimista de Dostoyevski. No tiene oídos y no escucha.
Dostoyevski tiene razón, por supuesto. Por seguir con la imagen de la “ventana abierta”, yo también he estado entre la multitud y escuchado —a Dostoyevski mismo, por supuesto, no a Hipólito. Me tomé a pecho lo que dijo sobre que la licencia no lleva a nada bueno, y también hasta que punto está terriblemente mal decirse a uno mismo que “todo está permitido” [n.t. de Iván, en los “Hermanos Karámazov”]. Sin embargo, yo no tenía intención de matar a ninguna anciana [n.t. lo que hace el protagonista de “Crimen y Castigo”]. Decidí que nada de esto se me aplicaba y, lejos de condenar mi propia ruin forma de licencia, me puse directamente a cultivarla. Es verdad que, como muchos otros de mi generación, enuncié el inconsecuente “esto es lo que quiero” en lugar del más serio “todo está permitido”, pero en realidad da igual. La única influencia restrictiva que tuve no me vino de Dostoyevski sino de M. Fue él quien impidió que la corriente me llevara a la deriva imitando cada última moda de nuestra cruel y sórdida era. En mi caso afectó solo a mi vida privada, no a la pública. Akhmatova [n.t. poeta amiga de M.] tampoco estaba libre en su vida privada de la licencia, pese a su perfecta conciencia del hecho de que “El convicto de Omsk/lo había entendido todo y lo había mostrado por lo que era” [n.t. cita de Akhmatova, “Prehistoria”. El convicto de Omsk es Dostoyevski]. Releímos a Dostoyevski juntas en Tashkent y nos impactaron a ambas sus percepciones proféticas y sus increíbles fallos como publicista: su odio al catolicismo, su nacionalismo barato y su “mujik Marei” [n.t. un Mujik que conoció y que le llevó a su idea de la “bondad innata” de la gente rusa]. “Ambos son herejes”, solía decir Akhmatova de Dostoyevski y Tolstoi. Comparaba a los dos grandes escritores rusos con torres gemelas del mismo edificio. Ambos buscaban una salvación de la catástrofe inminente, cuya naturaleza fue comprendida por Dostoyevski pero no por Tolstoi. En sus concretas propuestas de salvación ambos exhibieron licencia en grado máximo. Pese a todo, ni siquiera la mejor de las propuestas habría sido capaz de parar un proceso de descomposición ya tan avanzado.
Dostoyevski el artista es incomparablemente más profundo que Dostoyevski el publicista. En las notas preparatorias de sus novelas se percibe la mente del publicista trabajando. Mientras pensaba sobre “Los poseídos”, como muestran sus libros de notas, estaba planeando explicar el comportamiento de Stavrogin en referencia a su trasfondo social (¡qué bien conocemos nosotros este método!) —un miembro rico de las clases superiores, que ya no tiene raíces entre su propia gente, pierde su fe religiosa. En este contorno preliminar Stavrogin es, para Dostoyevski, una mera ilustración de la idea de que la pérdida de la religión “nacional” lleva también a la pérdida de la identidad nacional. La única cosa que queda de este plan inicial en el texto de la novela es una referencia lateral a las conversaciones que Stavrogin tuvo en el extranjero con Kirillov y Shatov, y de hecho él se convierte en el centro de toda la bacanal satánica, el “ojo” inmóvil de la tormenta, del que todo procede. Shatov, por su parte, se convierte en uno de los “poseídos”. Sergei Bulakov ha indicado que hay algo de Dostoyevski mismo en Shatov, y creo que es verdad: los demonios por quienes los personajes de la novela son poseídos no son más que las mismas tentaciones contra las que Dostoyevski luchó constantemente en su propia alma atormentada. Estaba poseído por todas ellas, como lo estaba la nación en su conjunto y cada una de sus partes.
El mayor peligro para Dostoyevski era el “demonio” representado por Shatov, esto es, la idea de curar la “escisión” entre el pueblo y la intelectualidad, y la atracción de un retorno a la religión “nacional”. Sergei Trubetskoi, un pensador de la mayor integridad que no pudo estar menos atormentado por demonios, se pregunta cómo apareció en primer lugar esta firme creencia en una “escisión”, indicando que una nación siempre vomita una intelectualidad separada de ella misma: existe como una división normal de funciones en un organismo complejo. La intelectualidad es carne de la carne de la nación, exhibe todas sus características esenciales, y no es cierto que la intelectualidad “pase” sus demonios al pueblo, puesto que el pueblo, expuesto exactamente a las mismas tentaciones y sufridor de las mismas enfermedades, ya está poseído por ellos.
“Educar” al mujik Marei, como proponen los occidentalizantes, o aprender de él, como urgía Dostoyevski, son el mismo tipo de locura. Es imposible decir qué podríamos aprender de Marei, incluso si él a veces es increíblemente amable y —incluso con más frecuencia— extremadamente afectuoso. Mientras Marei no pierde el control de sí mismo, se distingue por una inmensa capacidad de resistencia (a veces me parece que, en nuestra confusión, hemos identificado la fe con la paciencia y la reciedumbre —y ¿qué pueblo ha sufrido más durante más tiempo?). Después de la guerra quedé horrorizada por el discurso —lectura obligatoria para todos los ciudadanos de nuestro feliz país— en el que la notoria paciencia del pueblo ruso fue debidamente aclamada [n.t. en un discurso de Stalin en una recepción a los Generales, tras la guerra]. Creí detectar una nota de burla satánica en esas palabras. El orador, investido de un poder nunca antes conocido y declarado ser un genio, era hábil en el arte de explotar esta maldita paciencia para sus propios propósitos. Ese mismo día recibí un leve consuelo mientras estaba en la cola para cobrar mi salario de manos del cajero de la Universidad. Invitamos educadamente a los pocos “Doctores en Ciencias” de entre nosotros a ponerse a la cabeza de la cola, pues tenían derecho debido a un reglamento especial (muchos años antes habíamos ido a recibir nuestras raciones en una tienda que tenía una nota que decía: “Los miembros de la Voluntad del Pueblo” [n.t. Veteranos de guerra] son servidos primero —la muestra más alta de estima y reconocimiento en nuestro país). Los Doctores en Ciencias graciosamente declinaron nuestra oferta e insistieron en esperar su turno de modo propiamente democrático. Igual de graciosamente, continuamos urgiéndoles a pasar, y esta exhibición de caballerosidad habría seguido indefinidamente si no hubiéramos sido repentinamente arrollados todos nosotros por un gentío de mujeres de la limpieza y de empleados de la Universidad. Descendieron sobre nosotros con sus mopas, cubos, hachas y otros elementos de equipamiento y bruscamente nos empujaron a un lado de la ventana del cajero. “¿Por qué empujan?” gemimos indignados, solo para oír vocear la réplica del descarado gentío: “Vosotros sois los que tenéis paciencia —vosotros podéis esperar. ¡Nosotros no tenemos tiempo!” Esta muchedumbre de empleados continuó jurando y maldiciendo la “paciencia” —estaban enfermos hasta la muerte de ella y no habían recibido amablemente ser alabados por ella. También ellos habían sentido la burla tras esta parte del discurso. Estaban cansados de recibir una pobre miseria por su trabajo y encima que se esperara de ellos agradecimiento hacia las autoridades por el cuidado que volcaban sobre ellos. Encabezados por los Doctores en Ciencias, la multitud paciente al completo fuimos al Decano a exigir (podíamos hasta exigir tales cosas) que en el futuro los empleados deberían cobrar en un mostrador distinto, ya que se negaban a esperar su turno pacientemente y se colaban a codazos hasta la cabeza de la cola, ignorando las reglas de precedencia y los derechos corporativos de los profesores y lectores. Como se abominaba del “igualitarismo”, se nos concedió esta petición. En un Estado de los Trabajadores no está permitido perder la paciencia. Es, además, una paciencia que no nace de la fe religiosa sino de la tradición de tratar a la gente corriente como a una raza distinta.
Una emperatriz rusa escribió cierta vez a su madre alemana que en el fantástico país en cuyo trono el destino había querido sentarla, las autoridades trataban a su pueblo como los conquistadores a los derrotados. ¿Qué parte —los gobernantes o los gobernados— está más inclinada a la licencia en este caso? Me gustaría saberlo. Lo más que uno puedo aprender del mujik Marei no es la fe, sino la paciencia —la paciencia con la que responde a cualquier tipo imaginable de maltrato hasta el momento en que, cuando se termina la cuerda, embiste. Pero sus embestidas nuca duran y cuando cae retorciéndose al suelo, es fácil atarle otra vez.
Si hay que hablar de una escisión o de un abismo, no es tanto entre la gente ordinaria y la intelectualidad cuanto entre la gente ordinaria y la élite gobernante. Los que están arriba nunca oyen lo que se dice abajo, incluso por los informantes, quienes están orientados a recibir y pasar señales solo de un cierto tipo: mayormente los comentarios irrespetuosos sobre los poderes fácticos. “Arriba” y “abajo” —estas son las partes separadas de lo que debería ser una única totalidad. Son solo los gobernantes quienes constituyen una élite en una torre de marfil —que no solo surgió en nuestro siglo sino que siempre ha estado ahí. Entre las dos partes, como un eslabón intermedio, tenemos la oprichnina [n.t. Los cuerpos de élite de Iván el Terrible.] reclutada de todas las partes de la población.
Los movimientos de “vuelta al pueblo” siempre han sido estériles. La atracción por las peculiaridades nacionales fue inevitablemente asumida por los oprichniks y por los exponentes de la licencia, como cualquier otra idea barata que lleva a la creación de barreras entre la gente y a un sentido de distanciamiento cada vez mayor. El nacionalismo genera una atracción inmediata y las masas son fácilmente cautivadas por él. Hemos experimentado una separación total del mundo exterior y sabemos muy bien adónde lleva; más aun, probablemente tengamos que pasar otra vez por ella en el futuro. En un mundo cerrado siempre hay odio hacia cualquier idea nueva, y el nivel de educación cae catastróficamente. La separación del exterior implica un apogeo del la semialfabetzación, el miedo y la “paciencia”. No lleva nunca a nada bueno, como muestra el ejemplo de los fariseos: también luchaban por la independencia y la soberanía nacional. En su caso tenían una cierta excusa, pues su país estaba bajo dominio romano, pero incluso así, demostraron estar totalmente arruinados. Buscando la salvación en el nacionalismo, Dostoyevski debía de haber sido consciente del papel de los fariseos en la antigua Judea, pero esto no tuvo ningún efecto en sus propias actitudes. Su odio al Catolicismo era demasiado arrollador y veía con ojos fríos las “piedras sagradas” de Europa, que simplemente le aburrían. Buscó separar a Rusia del resto de la Cristiandad, protegiéndola de la tentación tras un alto muro. ¿Es que deberíamos esperar la salvación de manos de la hermana del Capitán Lebiadkin? [n.t. Personaje de “Los poseídos”.]
El nacionalismo, como las ideas de Leo Tolstoi, es un intento de parar el reloj de la historia. Todo lo que lleva a una separación es el resultado de la licencia: hace añicos lo que es un todo, lo rompe y pulveriza en pequeños fragmentos que nunca más pueden volverse a unir. La verdad de esto ha quedado patente en nuestro siglo. Hemos sido testigos del proceso de desintegración. ¿Qué nos ha traído, aparte de empobrecimiento material y espiritual? Incluso Dostoyevski, el gran vidente, el punto más alto del siglo diecinueve, no pudo mantener a raya los demonios que le impulsaban a abandonar la idea ecuménica en favor de la exclusividad nacional. Nuestra experiencia nos ha mostrado que el mujik Marei —salvo que se convierta en un apparatchik— entiende enseguida al intelectual que se ha exiliado a su pueblo. He tenido ocasión de beber té o de compartir una botella de vodka con él mientras hablábamos en susurros por miedo a ser oídos por informadores. También me llevé lo suficientemente bien con las mujeres trabajadoras ordinarias cuyos esposos habían sido enviados por el mismo camino que M. [n.p. el gulag] —ahora yacen todos en la misma fosa común con idénticas etiquetas en sus piernas. Nadie recelaba de mí por ser judía. El antisemitismo se propaga desde arriba y cuece en el caldero conocido como el apparat. Entre esta gente ordinaria y yo no había el más mínimo malentendido o brecha. Si alguna vez había habido algo que nos separara, estábamos ahora unidos por un destino común y un terror mortal a las autoridades: todos los oprichniks, apparatchiks, jefes, informadores, lamebotas y otros tipos diversos de parásitos. Mi amiga Polia, que vive en Tarusa, no tiene conocidos que hayan sido arrestados, pero una vez me señaló con asco a una mujer apodada “Gordi” cuyas piernas eran tan gruesas y estaban tan hinchadas que apenas podía moverse. “Gordi” había jugado un papel activo durante la colectivización y la liquidación de los kulaks, y siendo una niña, chillaba de gozo a la vista de los miembros de las antiguas clases gobernantes siendo lanzados al agua desde puentes. La hija de “Gordi” había conseguido un trabajo como asistenta de una tienda —una manera de pagar a la madre por sus antiguos abusos. La hija lleva a casa, de la tienda, lo que le apetece y se lo da a su madre, quien está sentada viendo la televisión y rememorando sus días de gloria. “Gordi” no recibe pensión alguna porque siempre estuvo demasiado ocupada con “actividades sociales” como para trabajar. No atreviéndose a contar su pasado a sus vecinos, pretende ser simplemente un pobre miembro del kolkhoz traído a la ciudad a vivir con esta hija que tanto ha prosperado. La hija es admirada por todos porque sabe cómo obtener bienes escasos. Los nietos de “Gordi” la desprecian.
La idea de Chaadayev era que Rusia solo existe con el fin de enseñar al mundo una lección. Creo que “Gordi” y sus iguales ya le ha enseñado al mundo esta lección. Su modo de vida es uno profundamente nacional y característico. Lo malo es que la gente hace la vista gorda hacia estas lecciones de la historia y son perfectamente capaces de recorrer el mismo camino una y otra vez, si así lo desean. El mujik Marei ya no está con nosotros. Solo quedan las mujeres en los pueblos, con un buen espolvoreo de “Gordis” entre ellas.
II: Libertad y licencia
Si no fuera por una conversación casual con Akhmatova que me colocó todo en una nueva perspectiva, no sabría que hacer contra la licencia. Le había llevado un volumen de Éluard propiedad de Liuba Ehrenburg. Liuba esperaba poder persuadir a Akhmatova de traducirle. Los Eherenburg eran amigos de Éluard, y su viuda estaba siempre lamentándose del hecho de que no había sido traducido al ruso —y ¿en que lugar debería ser traducido sino en este país? Akhmatova lo hojeó, parándose a leer aquí y allá, y lo puso de lado con una mirada de irritación: “Esto no es libertad sino licencia”. Para mí este uso encontrado de libertad y licencia era algo nuevo —no sabía que había sido un lugar común en los años previos a la Revolución. Más tarde lo encontré en las obras de Sergei Bulgavkov y Berdiayev. (Se nos ha separado no solo del exterior sino también de nuestro propio pasado, de los libros, las ideas y todo lo demás; como resultado, cuando las cosas se suavizaron un poco, todos empezamos a descubrir América, maravillándonos de las cosas más sencillas que habían sido universalmente conocidas desde largo en el resto del mundo. Al presente vemos gente “descubriendo” las verdades elementales del Cristianismo, que habían sido olvidadas tras estar enterradas durante medio siglo).
Gradualmente me fui percatando de que el hombre tiene una opción entre el camino de la libertad y el camino de la licencia. El lenguaje de los conceptos es pobre, y utilizamos la palabra “libertad” en dos sentidos —en su sentido completo, y, en otro sentido, como en la expresión “libertad de elección”. Hay una diferencia obvia entre estos dos usos. Al hablar de “libertad de elección” indicamos un acto de la voluntad. El hombre es realmente el dueño de su destino, al igual que lo son las naciones y la humanidad en su conjunto: también tiene libertad de elección. El concepto de “libertad” en el sentido completo es, una vez más, algo bien distinto, pues hace referencia a los valores. Un hombre elige el camino de la libertad, o aun mejor, encuentra la libertad, si consigue superar las instigaciones más bajas de su ego, y del tiempo en que vive. Una vez conquistadas estas, recibe la libertad respecto de sí mismo y de su época en el sentido en que en Inglaterra uno puede recibir la “libertad de la ciudad” y dejar de pagar impuestos. Esto en modo alguno trae la libertad respecto del pecado; este sentimiento es, sin duda, familiar a cualquiera que haya tomado parte sinceramente de la Eucaristía, donde “todos conversan, se alegran y cantan”. Para la persona de mente religiosa, la libertad de espíritu significa la alegría y la gracia. El sufrimiento en estado de gracia es muy diferente del tipo desalentador y terrible que aguantamos —aunque en ciertos niveles esto es todavía más valioso que la abyecta indiferencia (del tipo que dice: todo lo que existe es racional y está justificado por las necesidades de los tiempos —mientras no vulnere mi precioso propio yo). Gracias a mi vida con M., vine a sentir gradualmente que preferiría ser atropellada por un camión a matar gente estando al volante de un coche.
Como he dicho, las personas que encuentran la libertad no están por eso mismo limpios de pecado. Cada uno de nosotros es pecador y participa de los pecados del mundo. Pero el trabajo del poeta es un don de libertad, que trae iluminación, si no la salvación del pecado —y, de hecho, el hombre que no ha perdido el sentido de su propia pecaminosidad debe contarse como afortunado. (Quizás esta conciencia del pecado incluso fomenta la libertad sin la que es imposible cualquier trabajo realmente valioso —al menos en el ámbito del intelecto y de las artes). El artista, siendo humano, o incluso un poco más humano que otras personas, es humano en su pecado también. Hay, sin embargo, pecados más grandes que los ordinarios comunes a todos, y son estos los que pueden tener un efecto calamitoso en el don de un artista y reducirlo a la nada. Las cosas peligrosas para un artista son el orgullo, la autopromoción, el llevar a la gente por el mal camino, la complicidad en los crímenes de la época: todos estos, como las drogas, son muy difíciles de abjurar. Todos nosotros, no solo los artistas, estamos sujetos a tales tentaciones, y me atormenta el conocer dónde yo misma he sobrepasado —y continúo sobrepasando— la línea fronteriza. El camino de la libertad es duro, particularmente en tiempos como los nuestros, pero si todo el mundo hubiera elegido siempre el otro camino, el camino de la licencia, hace mucho que la humanidad habría dejado de existir. Que aún exista se debe al hecho de que el impulso creativo ha permanecido más fuerte que el destructivo. Si esto será así en el futuro no está en mis manos decirlo. Es terrible imaginar que la humanidad puede perfectamente haber llegado a la encrucijada en que debe escoger entre la humano-divinidad —es decir, el camino de Kirillov, que lleva al suicidio— o el camino de la libertad y volver a la “antorcha legada por nuestros antecesores”.
¿Es correcto hablar de dos tendencias solamente, la creativa y la destructiva? Quizás hay una tercera, una pasiva o conservadora, indiferente al bien y al mal, siempre hostil a cualquier cosa nueva, sea la Cruz (que es eternamente nueva) o la voz de un poeta. Los representantes de esta tendencia hacen guardia sobre lo familiar, indiferentes a si esto conlleva la muerte o la vida. Todo movimiento contiene en sí mismo la fuerza de la inercia, y los guardianes del status quo viven solo por la inercia. Quedan especialmente en evidencia cuando un país atraviesa una crisis severa. Un ejemplo crudo son los viejos tontos que han pasado la mitad de sus vidas en campos de concentración, pero que continúan operando con las mismas palabras y conceptos desgastados, por cuya causa les ocurrió todo. La única palabra que han añadido a su vocabulario es “error”, pero están absolutamente convencidos de que ellos y su clase fueron las únicas víctimas de tal “error”. No quieren que se les recuerde el pecado de Caín, pues ellos mismos, en el apogeo de sus actividades, defendieron su derecho a destruir a cualquiera que se interponía en el camino de su gran plan. Después de todo ¿no habían prometido a coro —y no eran más que coristas guiados por un consumado director de coro— otorgar la felicidad a la humanidad entera? En aras de tal fin pensaron que era perfectamente razonable abandonar los mandamientos antiguos (que, en cualquier caso, veían como prejuicios de una era pasada) y eliminar a quienquiera que los defendiera. No eran conscientes de que el crimen tiene su propio impulso, y cuando llegó su turno, comenzaron a lamentarse de un “error”. Desafortunadamente, no era un mero error, ni incuso un millón de errores, sino el curso natural de las cosas, una reacción en cadena que solo se puede prevenir en el futuro si se ataca la raíz. Esto, ah, nadie está preparado para hacerlo, pues los defensores del status quo constituyen una fuerza vasta, inerte, que es incapaz de distinguir la libertad de la licencia.
¿Cuál es entonces la distinción? La libertad se basa en una ley moral; la licencia resulta de satisfacer libremente los propios deseos. La libertad dice: “Esto es lo que debe hacerse, así que puedo hacerlo”. La licencia dice: “Quiero hacerlo, así que puedo hacerlo”. (Pero cuando alienta a otros a obrar, el creyente en la licencia generalmente utiliza la primera fórmula para salirse con la suya). La licencia lleva con frecuencia la máscara de la “ciencia”: “Sé exactamente lo que debe hacerse, así que tengo permitido hacer lo que veo adecuado y haré que todos los demás también lo hagan”. La ciencia, por inadecuadas que sean sus conclusiones, no tiene la culpa de esto. No fue Nietzsche quien creó el superhombre; él solo dio expresión a una idea que ya estaba en el aire, la tendencia en el pensamiento europeo que confundió la naturaleza de la personalidad y puso a la gente en camino al individualismo —y de ahí directamente al endiosamiento humano. En nuestra época no solamente tenemos ciencia sino pseudociencia, y casi toda nuestra filosofía, quizá, también ha seguido el mismo falso camino —por no mencionar todos los meros aficionados a la filosofía. La pseudociencia lo invade todo, especialmente en los campos relacionados con la sociedad humana. El siglo diecinueve hizo un fetiche de la ciencia, y las teorías pseudocientíficas han sido desde entonces muy atrayentes. La pseudociencia es una enfermedad característica de nuestro tiempo.
La libertad busca entender mientras que la licencia fija objetivos. La libertad es el triunfo de la personalidad, mientras que la licencia es el producto del individualismo. La deificación del Pueblo y el nacionalismo son también un tipo de individualismo, un caso especial del culto al individuo. Leontiev, con todas sus estupideces sobre que cada nación tiene sus propias raíces especiales y un follaje distinto al de cualquier otra, es un claro predicador de la licencia. Ajeno a la enseñanza cristiana y al hecho de que la humanidad es un todo indivisible, llamó a la separación. Cuando hablo de un todo indivisible, estoy lejos de defender que deba haber una cultura única y estandarizada en todo el mundo, un híbrido hecho de todas las culturas diferentes. La casa en que un hombre vive ha crecido a partir de su tierra natal y se funde con el paisaje: está fabricada de la madera y del barro producidos por ese suelo en particular y no otro. Incluso cuando se reemplaza por la arquitectura moderna, la casa de un hombre mantiene sus lazos con el paisaje, que a su vez habrá sido considerablemente modificado por la gente que vive en él. La casa es el comienzo de la cultura, su primer elemento visible, aunque no es la cosa principal, y la he mencionado aquí solo para ilustrar la naturaleza de la peculiaridad cultural.
Jamás ha existido un hombre aislado de toda forma de conciencia religiosa o de actitud religiosa hacia el mundo —la cultura de su tribu, nación, u horda crece a partir de ella. La religión tiende a unir a la gente, y la cultura surge del vínculo que crea entre ellos. Una cultura no está nunca completamente separada o totalmente aislada del resto de la humanidad; cada cultura pertenece a un grupo mayor de otras culturas enraizadas en la misma religión. Lo que Bergson llama una “sociedad cerrada” está siempre conectada con otras “sociedades cerradas” por alguna idea creativa fundamental que, a fin de cuentas, la vuelve a alinear con sociedades “abiertas”. Una cultura que se ve a sí misma como parte de un todo mayor cambia gradualmente junto con otras del mismo tipo y puede por este motivo conservarse en un estado floreciente, ya que el cambio, o el crecimiento, es inherente al proceso histórico. El autoaislamiento implica intentar poner freno a la historia y lleva a la atrofia —acompañada, como hemos visto, por el propio acto de desarraigarse. El autoaislamiento, como la egomanía, es destructivo no solo del individuo sino de la nación completa. Es significativo que la absorción total en el propio yo es un signo seguro de enfermedad mental —algo a lo que naciones enteras pueden sucumbir justo como sus miembros individuales. La egomanía está ligada cercanamente con la licencia, la pérdida de la memoria, y el marchitarse de las propias raíces.
Soy muy consciente de que hay asociaciones de personas que no están basadas en una idea religiosa. El ejemplo más obvio es el de la fraternidad criminal que admira a su pakhan [n.t. el líder de una banda criminal en el mundo soviético (en El primer círculo de Solzhenitsyn se usa como epíteto de Stalin).] y se reúne para sus “parlamentos”, en los que establecen un código temporal de “leyes” e instrucciones, y pronuncian sentencias sobre miembros individuales del inframundo criminal. Todas las decisiones son anunciadas por el pakhan, pero se guarda la democracia mediante las reuniones de los “parlamentos”. Este es el único ejemplo de una sociedad realmente cerrada —y una, es innecesario decirlo, sin ninguna idea religiosa en su fundación. Su modo de vida es completamente parasitario y está fatalmente afectada por la egomanía, al consistir, como lo hace, solo de individuos egomaníacos. Los criminales, se dice, no pueden tener amor, solo lujuria, y matarán a una amiga por no cosquillear correctamente las suelas de sus pies. Shalamov dice que tienen un culto hacia las madres que abandonan en el mismo comienzo de sus carreras criminales. Siempre es más fácil amar a alguien lejano: este es el fundamento de toda visión falsa y sentimental de la vida.
Los criminales se reconocen entre sí por la manera de andar —es uno de los maniersmos que adoptan para distinguirse de la manada vulgar, para sobresalir de la sociedad en la que viven (aunque “vivir” es difícilmente la palabra correcta para gente cuya existencia no es más que una pose). Los criminales son muy similares a los falsos poetas, artistas y pseudocientíficos —todos son igualmente sintomáticos de una condición mórbida de la sociedad, un crecimiento canceroso de células que se han deformado y han perdido su estructura. Unidos solo exteriormente, los criminales permanecen juntos porque se han colocado contra sus compañeros humanos y la sociedad de la que se alimentan parasitariamente. El lazo entre ellos es de hecho siempre muy frágil —las peleas surgen a la más mínima provocación, y en ellas se atacan unos a otros con cuchillos: un egomaníaco contra otro. El packhan tiene el poder de la vida y la muerte, pero fuera de ahí todo está en un constante estado de desintegración. Los lazos entre los criminales generan apenas más unión que los que hay entre enfermos mentales confinados en la misma institución: afligidos por un amor propio profundamente arraigado, ambos grupos están dominados por la licencia extrema. Las consecuencias de la licencia son horriblemente destructivas para el individuo y para cualquier grupo social que pueda ser creados por quienes la practican. Pero ni si quiera puede llamarse a esto una tragedia. Es una mueca simiesca, un espejo deformante, una abominación de la desolación, corrupción y podredumbre.
Solo la libertad puede ser verdaderamente trágica. Un hombre libre está siempre peleándose con dilemas morales —si hace el bien o no yendo por su camino, desafiando la opinión común, si es culpable o no de orgullo en sus actos. El hecho es que frecuentemente debe ir contra la sociedad, que es siempre, en algún grado, presa de la licencia. La naturaleza trágica del hombre libre es especialmente evidente en épocas como la nuestra en la que naciones enteras están contagiadas de esta enfermedad. El hombre libre debe tener conocimiento, previsión y prudencia si no quiere perder su camino; debe estar continuamente en guardia y nunca perder el contacto con la realidad —incluso si al común de los guardianes del orden establecido puede parecerle que tiene la cabeza en las nubes. Para preservar su libertad debe suprimir su instinto de supervivencia. La libertad no te cae en el regazo; has de pagar por ella. Hay una gran verdad en las vidas de los santos que tuvieron que luchar siempre contra la tentación. En nuestros tiempos ya no hay santos, pero las tentaciones abundan. La tarea del hombre libre es clara: no poner objetivos sino buscar sentido. La búsqueda del sentido se complica por todos los espejismos que están constantemente apareciendo alrededor y que tardan en desaparecer. El hombre libre se ajusta a lo que piensa que es bueno porque no puede abandonar la verdad, pero también los espejismos presentan siempre una apariencia externa de verdad. Por este motivo, no diría que Khlebnikov era un hombre libre: estaba demasiado envuelto en el mundo cerrado de su propia imaginación. La realidad solo raramente penetraba su mundo interior, y cuando lo hacía, daba lugar a pasajes de gran brillo en su poesía. No llamaría a Akhmatova una mujer libre, porque con demasiada frecuencia se dejaba llevar por ciertas generalizaciones —como, por ejemplo, en su relación con nuestros sufrimientos, que trató de igualar al martirio. Estas nociones generales de su poesía son ficción, productos de la imaginación, pruebas no de libertad, sino del hecho de que ella también provenía del mismo grupo social que los guardianes del status quo, y de que tampoco ella era inmune a los halagos de la licencia. M. siempre buscó una solución libre y mantuvo su sentido de la realidad, pero ni siquiera él fue un hombre libre por completo: el “ruido del tiempo” [n.p. un poemario suyo] y de la vida a veces ahogaba su voz interior, haciéndole olvidar la idea sobre la que se fundamentaba su personalidad, y perder la fe en sí mismo y su opinión porque iban contra la corriente de la tendencia general. Atraído como él estaba por la gente, esto le atormentaba y generaba en él una multitud de dudas: “no puedo tener razón si todo el mundo piensa de un modo distinto”. La libertad no llega espontáneamente; solo puede ganarse en la lucha interior, venciendo tanto a uno mismo como al mundo en general, mediante una constante vigilancia y autotormento. Aun así, incluso una pequeña medida de libertad diferencia claramente a su posesor de la multitud. Camina erguido y tiene una profunda conciencia de su propia pecaminosidad —algo que la multitud ha perdido totalmente hoy día. Un hombre libre no acude a un packhan y lo que ocurre en los “parlamentos” no le seduce. En lugar de actuar, vive. Puede resultarle duro vivir, pero al menos es libre.
La desgracia del hombre que vive para la licencia (o de la sociedad que vive para ella) es que siempre hay un abismo entre lo que le gustaría hacer y lo que puede hacer. Como hemos visto, cuando no puede conseguir su objetivo se pone frenético. El objeto de su deseo puede cambiar —una mujer, la riqueza, la reorganización de la sociedad de acuerdo con un diseño preconcebido, o cualquier otra cosa. Una mujer puede decir que no (aunque hoy día esto apenas pasa), la riqueza no es tan fácil de conseguir, y la reorganización de la sociedad es un propósito realmente muy difícil —como algo que ha crecido históricamente, tiene tendencia a seguir sus propias leyes y a resistir la reorganización forzada. Justo al principio de nuestra era, como indicó M., tuvo lugar un “enorme, torpe y chirriante golpe de timón”, pero este “golpe de timón” ocurrió en un momento de gran euforia, en un momento de alzamiento revolucionario popular en el que las masas ciertamente tenían fe en el hombre timonel y le ayudaban tanto como podían. Incluso aunque chirrió, el timón de hecho hizo virar el enorme cuerpo del buque, poniéndolo en un rumbo nunca navegado que ha seguido por inercia. ¿A dónde nos lleva este rumbo? Quién sabe. En cualquier caso, no es en absoluto un asunto de mera reorganización económica, aunque esta es y ha sido siempre la parte más “chirriante” del negocio. Algo mucho más básico, en mi opinión, son los cambios en las relaciones entre las personas dentro del país, y la relación del país como un todo con el mundo exterior, del que fue una vez parte y con el que ha viajado durante todo su trayecto por la historia. Habiéndose aislado, ha perdido su enlace con el pasado y ahora se mueve hacia un futuro desconocido, constantemente a la deriva más y más lejos del objetivo puesto originariamente por gentes que se creían capaces de prever el futuro. ¿Han alcanzado las ciencias sociales un punto en el que son capaces de hacer bueno este proyecto? ¿Es tal cosa concebible en principio? ¿Es la ciencia consciente de las consecuencias del auto-aislamineto, del rechazo del pasado, y de la destrucción de los valores? ¿Hay alguna ciencia capaz de estimar el daño causado al debilitar —o más bien erradicar— la capacidad de distinguir entre el bien y el mal en millones de personas? Ya al principio de este viaje, M. sospechaba que “la Tierra nos ha costado diez Cielos”. ¿Se daba cuenta de que no solo perderíamos diez Cielos sino también la Tierra? Quizás tenía una cierta sospecha, a juzgar por la línea “Quien tenga un corazón debe oír, tiempo, a tu barco hundirse”.
El hombre que es rechazado por una mujer puede meterse una bala en la cabeza; un hombre frustrado en su deseo de riqueza puede apostar todo en un último lance desesperado en la casa de juegos o en el mercado de valores. (A veces se convierte en un criminal y roba un banco, yendo a la cárcel por sus esfuerzos). El hombre gobernado por la licencia está preparado para destrozar todo y a todos quienes se presentan en su camino —a sí mismo lo primero y principal. La destrucción y la autodestrucción son las consecuencias inevitables de la licencia. El suicidio de Hitler y su holocausto es el ejemplo supremo de autodestrucción como el estadio final de la licencia. Hitler pensaba que toda Alemania se reuniría entorno al fuego que él había encendido. He leído que pasó sus últimos días dictando un flujo constante de órdenes a ejércitos que ya no existían o que se habían desintegrado. Se indignaba porque estos ejércitos desaparecidos no llevaban a cabo sus instrucciones. Su comportamiento es una ilustración excelente de la observación de Bulgakov de que la licencia lleva siempre a la pérdida de contacto con la realidad. Bulgakov entendió esto en un tiempo en que la licencia aun no había tomado las formas extremas que hemos visto en nuestros días.
Un hombre o una sociedad gobernados por la licencia no solo no desean tener en cuenta la realidad, sino que de hecho no consiguen verla. O intentan rehacerla a su propia imagen y son incapaces de creer que pudiera ser diferente. Recuero el cambio curioso que le ocurrió al significado de la palabra “oportunismo”, una palabra que llenaba los periódicos en los años treinta. “Oportunismo”, parecía, significaba una tendencia a indicar no solo los éxitos propios, sino también nuestros fracasos; los “oportunistas” eran gente que decía que atravesábamos tiempos difíciles y que sería inteligente pararse y pensar un poco. La mayoría de ellos habían comenzado siendo aliados de todos los otros devotos de la licencia y simplemente estaban ocupados en una lucha de poder con ellos, aprovechando que ellos estaban más en contacto con la realidad. Hay una diferencia enorme entre el rechazo de un hombre libre a callar (“Aquí estoy y no puedo hacer otra cosa”) y la insistencia cazurra de un hombre de licencia para tratar de cambiar el mundo de acuerdo a sus propios planes, más que a los de otros. Los así llamados oportunistas también estaban empeñados en reformar el mundo, pero tenían una receta distinta. Habiendo errado enormemente, fueron empaquetados con destino a los campos de concentración, donde pronto perecieron.
Por aquel tiempo la gente corriente había aprendido a mantener la boca cerrada, y las únicas que aún montaban algún escándalo eran las ancianas que hacían cola. Había tantas que era evidente que se había decidido simplemente dejarlas morir. Fueron sucedidas por nuevos contingentes de ancianas que en sus días más jóvenes habían tomado parte en la liquidación de los kulaks o en la confiscación de objetos de valor propiedad de la iglesia. Se hizo peligroso guardar cola en la segunda mitad de los años cuarenta y al principio de los cincuenta por todas estas “nuevas” ancianas que maldecían a los dependientes y a los transeúntes por sus fallas ideológicas. Una vez caí en desgracia ante una de ellas porque yo había envuelto algo en un periódico con una fotografía del Jefe (no había bolsas de papel en las tiendas, y todos los periódicos traían una foto suya). Montó un gran alboroto y me arrancó el periódico de las manos. Las cosas que había envuelto en él —manzanas o zanahorias, no me acuerdo qué— se esparcieron por todo el pavimento. No me paré a recogerlas y me alegré de poder salir viva. Era un tiempo difícil, en que tenían lugar nuevas purgas y en que los guardianes del orden actuaban por doquier instigados por los practicantes de la licencia. Escenas como esta ocurrían por todas partes —en la calle, en las colas, en el autobús…
La historia de la primera mitad del siglo veinte, vista como una orgía de licencia que había abandonado, como es de esperar, todos los valores acumulados de la humanidad, es una consecuencia directa del humanismo privado de un fundamento religioso. Este proceso había durado siglos y alcanzó su conclusión lógica en el nuestro. Los devotos de la licencia proclamaron el culto del hombre y terminaron aplastándolo bajo sus pies. Se adueñaron gustosamente del concepto del hombre-deidad, contra el que nos advirtió Dostoyevski, y hemos visto lo que el hombre-dios (alias Superhombre) es en su actuación. Me gustaría saber por qué M. era tan cauto respecto de Dostoyevski. Hay alusiones a él en su poesía y en su prosa, pero más allá de eso, nunca habló ni escribió sobre él. ¿Estaba alarmado por sus conclusiones, o estaba desalentado por las teorías del Dostoyevski publicista? Creo que percibía en Dostoyevski una especie de archivo de todos los demonios y que en su búsqueda por una relación más serena con su compañeros humanos cerró sus ojos a las visiones proféticas del gran convicto. La gente de nuestra generación se dividía entre partidarios de Dostoyevski o de Tolstoi, y M. tendía a inclinarse hacia Tolstoi; pero en un sentido general, era inmune a ambos, pues sospechaba que uno era tan heresiarca como el otro.
Creo que todos los individuos, así como las sociedades, poseen elementos tanto de libertad como de licencia. Es solo una cuestión de proporciones. Si la experiencia histórica de nuestro tiempo no ayuda a la gente a poner un fin a la licencia desbocada, lo único que queda es el último paso lógico: la autodestrucción. Durante mucho tiempo no entendí por qué Kirillov tenía que terminar matándose. Siempre había pensado que un hombre que ha alcanzado la conciencia total de sí mismo como hombre está dispuesto a gozar de los frutos de la vida, más que a destruirse a sí mismo. Esto es difícil de entender cuando se es joven. Solo una mente madura ve la diferencia entre alguien que alcanza la autoconciencia porque se ha encontrado a sí mismo en la imagen de Dios, y alguien que se engrandece a sí mismo y a su propia voluntad, rechazando el principio divino e incluso eliminándolo de su alma. El segundo está condenado a la autodestrucción, como hemos visto con nuestros propios ojos, y cuando este individuo pone en marcha la aniquilación final del mundo, recibirá el apoyo de todas las fuerzas embrutecidas determinadas a conservar las cosas como están —fuerzas que al presente están haciendo guardia sobre la monstruosa superestructura erigida por la licencia.
El hombre es un ser simbólico. ¿No es la edad que hemos atravesado un símbolo, una especie de advertencia final quizás, que somos demasiado perezosos para intentar comprender? Las consecuencias de la humanidad-deidad y la licencia han quedado manifiestas pero cerramos nuestros ojos antes que angustiarnos con la conclusión que estaríamos obligados a obtener. En aras de su bienestar, la gente cultiva un sano optimismo: amargarse a uno mismo es tan dañino como desagradable.
Pienso que quizás M. sentía que Dostoyevski le era ajeno porque, no teniendo él nada en común con los guardianes del status quo, estaba lleno de premoniciones escatológicas y aguardó el fin con calma.
Campesinos
Kirillov es el más peligroso de todos los “poseídos” de Dostoyevski y no es baladí el que vaya a vivir en la misma casa que Shatov [n.t. personaje de “Los Poseídos” que refleja algo del nacionalismo religioso del mismo Dostoyevski, un revolucionario convertido en custodio del status quo]. Algún día los dos podrían formar una alianza —y entonces terminaría todo. Sergei Bulgakov estaba claramente también más alarmado por Kirillov que por cualquier otro: sus principales conclusiones sobre la licencia resultan de su análisis del suicidio de Kirillov.
El artículo de Bulgakov fue escrito justo al principio de siglo, cuando la estabilidad de la vida cotidiana aun impedía que uno viera cómo la intelectualidad, la elite gobernante, y el inframundo revolucionario —y también el grupo neutral, intermedio, que podía gravitar hacia cualquier polo— estaban igualmente infectados por la licencia, que a partir de entonces estaba destinada a inundar y barrer todo a su paso. Berdiayev no consiguió darse cuenta de que la licencia había adoptado una forma mucho más peligrosa en el inframundo. En su autobiografía, uno de sus últimos libros, escribe que la intelectualidad luchó por la gente con un espíritu de autoinmolación, solo para ser destruida por la gente en la hora victoriosa de esta. Esto no es más que un cliché —Berdiayev no se dignó bajar la mirada hacia lo que en realidad estaba ocurriendo. Los miembros de la intelectualidad que encabezaron el bando revolucionario hicieron uso de la gente para alcanzar la victoria, pero una vez que se hicieron con el poder, volvieron inmediatamente a poner a la gente en su lugar. La gente era solo un instrumento y, como siempre y en todas partes, no ganó nada en absoluto. Luchó y se desmadró y disparó al aire (y a blancos vivos), pero el negocio real de la destrucción comenzó cuando todo el griterío terminó —y entonces lo llevó a cabo no la gente, sino personal curtido especialmente entrenado para ello bajo la guía de los vencedores. La licencia de la gente no asciende a más que disparos al aire. La licencia verdaderamente dispensadora de muerte toma otras formas.
Sergei Bulgakov llama “el diablo” a la licencia y escribe: es incompatible con el mundo; puede desear el mundo solo como como un objeto, un juguete, y a la humanidad solo como esclavos con los que hacer lo que le place”. Esto resume el destino de la gente —de todos los tipos de gente, incluyendo a los intelectuales— durante el periodo en que la licencia estuvo más desbocada. La licencia es la realización completa de la propia voluntad y, en consecuencia, la anulación de la voluntad de todos los demás. Va de la mano con la voluntad de poder y el deseo de imponer sobre todos los demás las ideas y opiniones propias. El hombre gobernado por la licencia siempre se pone objetivos, y esto solo consigue intensificar su avaricia de poder: para alcanzar su objetivo, uno debe forzar a todo el mundo a actuar en concierto y a marchar en la misma dirección. La formación militar es muy recomendable para este fin. Ya sea en el seno de su familia, entre sus amigos, o en la política, el hombre que vive de la licencia siempre quiere gobernar todo sobre todos. Justo al comienzo de la Revolución, el mismo deseo infectó a las vastas masas de gente que seguían la estela de sus líderes y les consiguieron la victoria. Cada casa, apartamento, y pueblo, por no mencionar cada ciudad y provincia, tenía su pequeño tirano (al principio había varios, hasta que uno se hacía con el poder), que daba órdenes e instrucciones, siempre amenazando con “hacer picadillo” a quien se resistiera. En los años primeros me acuerdo de él como del “administrador de la casa” que podía entrar en tu apartamento exigiendo que alguien fuera desalojado o mudado a vivir contigo, o que hicieras arreglos, o quién sabe qué otra cosa. Sus exigencias estaban siempre apoyadas por un torrente de insultos y amenazas, con comentarios ominosos al efecto de que ya era hora de retorcer el cuello de la burguesía. Por todas partes había matones fanfarroneando de ese modo, y algunos de ellos llegaron alto. Se les valoraba por la información útil que podían proveer: dónde había oficiales escondidos, dónde acumulaban los campesinos el grano, quién guardaba oro, dónde pasaba “algo sospechoso”.
Una vez, en Kiev, tuvieron lugar registros por toda la ciudad durante una sola noche, con el propósito de “confiscar propiedad sobrante” y cuando un grupo de gente encabezado por un chequista irrumpió en nuestro apartamento, pude ver una diferencia clara entre los matones y la gente normal. En el grupo había un “administrador de la casa” bocazas que conocía exactamente la distribución de las habitaciones y se moría por encontrar escondites secretos. También había soldados, con caras largas y conocedores de su rutina, preparados para desmantelar el lugar a la primera orden, y dos obreros que habían sido traídos como “expertos” —se suponía que decidían lo que era “sobrante” y estaba sujeto a confiscación. En la habitación de mi madre había un enorme guardarropa donde, siendo niña, mis hermanos solían encerrarme hasta que chillaba con un cerdito y rogaba que me sacaran. El “administrador de la casa” trataba ahora de forzar la puerta pero uno de los obreros le detuvo: ¿por qué forzarla si la llave estaba en la cerradura? Dentro había colgadas el tipo de ropas tan comunes de la época, fabricadas por modistas cuya imaginación se había descontrolado. El “administrador de la casa” estaba obsesionado por una blusa decorada con abalorios brillantes que le parecía el summum del lujo burgués. El obrero le arrebató la blusa, la colgó otra vez en su lugar, y cerró el guardarropa. Yo era la única persona de la familia en la habitación —el resto estaba bebiendo té en el comedor a la vista de un soldado, intentando dar la impresión de que no ocurría nada especial. “Nuestras mujeres no necesitan vuestros desechos”, me dijo el obrero, y mandó al resto que concluyeran el registro. Los dos obreros habían sido “movilizados” para tomar parte en esta operación a gran escala, y estaban tan asqueados por ella como nosotros. El chequista estaba “haciendo su trabajo” —tanto él como los soldados eran meros instrumentos de destrucción que obedecían órdenes. La única persona que estaba realmente disfrutando era el “administrador de la casa”. Así parecía todo al principio —al menos en lo referido a asuntos de poca importancia, en la aburrida perspectiva, por así decir, de la vida diaria.
Los pequeños matones entrometidos del tipo del “administrador de la casa” y otros mezquinos practicantes de la licencia duraron hasta el comienzo de los años treinta. Estaban acostumbrados a llevar a cabo la colectivización, pero según el gobierno fue centralizándose, hubo cade vez menos necesidad de ellos. El tipo de gente necesario después en la parte baja, “a nivel local”, eran robots eficientes que obedecían las órdenes automáticamente, no tiranos mezquinos por derecho propio. Estos habían tenido su día. La licencia practicada a pequeña escala estaba siendo ahora subsumida por la licencia a gran escala instituida desde el centro de las cosas, a la luz de la cual todos los hombres son esclavos. La concentración del poder en las manos de unos pocos, o de un hombre, es el resultado inevitable de la licencia en acto: los fuertes están destinados a subyugar a los débiles, maniobrando por los puestos y firmando alianzas —solo temporales, por supuesto— primero con uno y luego con otro, antes de volverse en contra de todos los aliados previos y destruirlos. Los primeros en ser manoteados fueron los pequeños matones del tipo del “administrador de la casa”. Hacia mediados de los veinte, ya no aparecían en las ciudades —aparte del oficialillo ocasional que aun conseguía abusar de sus subordinados o de algún ciudadano miedoso que había ido a pedir un favor. El mismo proceso ocurrió en los pueblos, solo que más despacio.
En el verano de 1935, M. pudo viajar por la provincia de Voronezh; un periódico local le había encargado varios artículos y consiguió un permiso de la policía para el viaje. Pasamos unas dos semanas en el distrito de Vorobyovo, haciendo auto-stop de pueblo en pueblo. Hacia el final del viaje, nos ocurrió encontrarnos en el espacio de un solo día tanto con un tirano mezquino al viejo estilo, del tipo que había florecido hasta hacía poco —todavía mandaba en su kolkhoz de manera ruda y directamente patriarcal— como con un hombre del nuevo estilo, el director de un sovkhoz que era un verdadero robot, que llevaba a cabo con indiferencia todas las órdenes e instrucciones, escritas en el más delgado de los papeles, que le llovían incesantemente de arriba. Debía de ser ruinoso para la vista, el problema de descifrar estas instrucciones apenas legibles.
El pequeño matón que había intentado una vez rehacer él solo el mundo entero —es decir, su pueblo natal— se llamaba Dorokhov. Su historia era sencilla y típica. Había vuelto a casa tras luchar en la Guerra Mundial y después en la Guerra Civil, e inmediatamente puso manos a la obra para construir una vida nueva y feliz en su pueblo natal. (No era del tipo que sufre convulsiones como resultado de sus heridas, sino más bien uno de esos que detiene a sus compañeros agitado en un ataque de histeria). Su carrera había comenzado en el Comité de los Pobres [n.t. creado por Lenin para confiscar grano], en cuyo nombre había saqueado los graneros de los kulaks, confiscando grano para las ciudades. Después, como miembro del soviet de su distrito, había organizado la primera comuna de la zona. Más tarde fue dispersada, como todas esas asociaciones voluntarias de cultivo común de la tierra. (Al fin y al cabo, eran en cierto sentido verdaderamente colectivas, y su propósito no era solo servir al Estado sino alimentar a los hijos de los miembros). Con el lanzamiento de la colectivización, Dorokhov devino jefe de un pequeño kolkhoz, que fue más tarde amalgamado con otros para formar una unidad mayor. Creyendo que él conocía exactamente cuál era el camino a la felicidad, estaba hambriento de poder. Una vez que se convirtió en el hombre principal de su pueblo, su actividad no conoció límites. Sin embargo, no mucho antes de que le encontráramos, había sido relevado de su puesto como jefe del kolkhoz por excederse en su autoridad: había trampeado con las cifras de sus entregas obligatorias al Estado, cuyos intereses habían sufrido por su culpa. A nadie le interesaba su comportamiento hacia el pueblo y lo que le había hecho a sus habitantes —en su trato con ellos no se le acusaba de haberse excedido en su autoridad. Despojado de su poder, Dorokhov no perdió la cabeza, y consiguió conservar su prestigio. Tomó un saco y fue mendigando de puerta en puerta. En cada isba contaba la historia de sus grandes días y su caída de poder, y la gente se alegraba de darle limosna. Para cuando nosotros llegamos a escena, había sido restaurado en su puesto a petición de sus conciudadanos. En esa época todavía era posible montar un poco de follón en asuntos menores. En su solicitud a las autoridades, habían enumerado los servicios pasados de Dorokhov, entre los que el mayor era que había hecho un trabajo exhaustivo para liquidar a los kulaks en el menor tiempo posible sin solicitar ayuda de la ciudad.
Dorokhov había instalado su propia cárcel en el pueblo, y cualquiera que desobedecía era metido en ella, independientemente de su origen de clase, fuera un pobre campesino o un kulak. Esto no había puesto a sus conciudadanos en su contra. Le respetaban por tomar la ley en sus manos y por el hecho de que nunca envió a nadie a Siberia —excepto “verdaderos kulaks”. Decidió transformar las casas de estos “verdaderos kulaks” en guarderías, una sala de esparcimiento, una sala de lectura, y otras instituciones socialistas de ese tipo, pero mientras tanto, la docena o así de esas casas quedaron vacías y selladas, esperando los necesarios libros, personal y equipamiento. Dorokhov era un entusiasta de la educación. Los únicos que sentían resentimiento hacia él eran los Komsomoles [n.p. Juventudes comunistas] —como la “nueva generación”, estaban también ansiosos de su tasa de poder. Intentaron socavar la posición de Dorokhov redactando denuncias y enviándolas a la ciudad. Cualquier cosa podía ser utilizada como excusa para una denuncia. Los Komsomoles concentraron su fuego en que Dorokhov había puesto a varios antiguos socios de los kulak a vigilar un huerto de árboles confiscado de otro kulak que había sido deportado. Temiendo por su propia piel, estos vigilantes hicieron el trabajo muy conscientemente e incluso conservaron las manzanas caídas para alimentar a los cerdos. (La gente atemorizada siempre tiende a partirse la espalda para complacer a la autoridad). Dorokhov rebosaba indignación denunciando a los Komsomoles: “todo lo que quieren es comerse ellos las manzanas —ladrones de manzanas, no Komsomoles, les llamo”. Tenía una manera florida de hablar. Todo un entusiasta de la “cultura”, había vuelto con muchas expresiones felices del ejército. “No salga de noche”, me advirtió. “Hay vapores de malaria en esta climatura”.
Tres días antes de encontrarnos con él, Dorokhov había emitido una orden por la que cada casa del pueblo debía tener dos macetas con flores en el alféizar. Emitía ordenes de este tipo como un torrente, y siempre estaban envueltas en el lenguaje de los primeros días de la Revolución. Pasó con nosotros por una docena de casas para verificar si se cumplían sus instrucciones. Puso gran esfuerzo en esta medida, puesto que creía que las flores absorben la humedad y así “ayudan contra el reúma”. Las mujeres del pueblo le explicaron que no tenían nada contra las flores, pero que no podían conseguir macetas por todo el dinero del mundo, y que en cualquier caso en tres días no daba tiempo a que crecieran ni la bardana, ni ortigas, ni mucho menos flores. Dorokhov estaba furioso, y solo nuestra presencia le frenó en su afán de imponer castigos sobre la marcha. Se nos dijo que trataba a los habitantes del pueblo como un padre trata a sus hijos, y que iba a por ellos con sus puños, golpeándoles entre los ojos. Estaba particularmente obsesionado con los que le denunciaron ante las autoridades de la ciudad en lugar de hacerlo a la cara. La gente del pueblo le quería porque era uno de su clase, y si te insultaba o te reñía siempre podías responderle. Mientras estuvo al mando, las mujeres se sentaban en casa a cocinar y cuidar de los niños, y como las mujeres siempre habían gobernado el corral en Rusia, hacían lo que querían con los hombres, quienes siempre les obedecían en aquellos días, por mucho que murmuraran por lo bajo. Pero las cosas se volvieron mucho más duras para las mujeres, y fueron sacadas de casa a trabajar en los campos cuando Dorokhov, como oímos más tarde, fue una vez más expulsado de su puesto —esta vez para siempre— y tuvo que volver a mendigar. De este modo fracasó en conseguir la felicidad tanto para sí como para su pueblo —pero pareció que la tenía en las manos…
Dorokhov ya era un anacronismo en los años treinta, y por eso fue destruido —como los demás que habían participado en el alzamiento popular y vuelto a sus pueblos natales y sus pequeñas ciudades para educar a la gente y transmitirles cultura. Había donado hasta su última gota de utilidad, en la guerra, la revolución, y la liquidación de los kulaks, todo para al finar ser él mismo liquidado. En la segunda mitad de los años treinta su casa se mantenía sellada, como la de aquellos que él había enviado a Siberia. Pero ¿no era este mismo Dorokhov, de acuerdo con el esquema de cosas de Berdiayev, quien había terminado con la intelectualidad auto-sacrificada? Puedo testificar que en el período en que Dorokhov disfrutó de su poder ilusorio, la “intelectualidad auto-sacrificada”, habiendo enviado los restos de los partidos políticos liquidados a trabajos forzados, estaba todavía disfrutando los frutos de la victoria. Su turno solo llegó a finales de los treinta, casi diez años después de la colectivización total llevada a cabo con su aprobación.
M. bebió una botella de vodka con Dorokhov y escuchó compasivo lo que tenía que decir, percibiendo que estaba condenado. Hizo un cálculo mental del número de gente del pueblo que Dorokhov debía haber deportado. No recuerdo la cifra pero era más o menos la media, es decir, una cantidad increíble. Lo que para nosotros es bastante ordinario, es increíble y monstruoso para una persona normal. Nuestra intelectualidad auto-sacrificada ni siquiera pestañeaba ante tales cosas, al igual que esas aves extranjeras de plumaje rojo educadas aquí en tubos de ensayo, que fueron luego enviadas a sus países natales con la tarea de llevar a cabo literalmente las mismas cosas en sus naciones; simplemente continuaron limpiando sus plumas con el pico y mirando al otro lado. Al mismo tiempo vinieron escritores extranjeros a admirar nuestro experimento y a comprar abrigos de piel à la Triolet en nuestras tiendas a comisión [n.t. de hecho, casas de empeños estatales, muy visitadas por los extranjeros por las antigüedades, joyas, Fabergés y otros objetos valiosos vendidos frecuentemente por “antiguas personas”, que se podían comprar relativamente baratos], después de lo cual volvieron a sus hogares a promover la introducción de nuestros métodos de implante cultural en el campo y de asegurar ahí una justa distribución de la riqueza. Debían haberlos tenido un año o dos alimentándose de las raciones que las mujeres de pueblo obtuvieron tras la colectivización. Dorokhov, a su modo paternal, al menos hacía trampas en sus envíos obligatorios al Estado para que las mujeres y los niños de su kolkhoz no tuvieran que andar con las piernas y las tripas hinchadas por el hambre.
El representante del nuevo estilo de administración (ya he hablado en otro lugar sobre cómo estábamos fascinados por estas cuestiones de estilo), el director de un sovkhoz local [n.t. El sovkhoz está gestionado por el Estado, no como el kolkhoz, que es una cooperativa], nos paseó por sus dominios en un pequeño camión para que visitáramos los “campos”. En cada parada pedía que le dieran a probar la sopa de coles y el kvass. “Debemos mirar por el bienestar de la gente”, explicaba a M. como representante de la prensa, y a veces riñó al cocinero por la calidad de la sopa —es decir, del agua con pedacitos de col flotando. La siguiente pregunta del director, siguiendo las últimas instrucciones, era sobre los periódicos: ¿se había organizado correctamente la lectura (lectura en voz alta, por supuesto —de otro modo la gente simplemente los miraría sin absorber nada) durante los descansos? Luego se informaba exactamente sobre quién los estaba leyendo, puesto que las instrucciones decían que debía hacerse de manera literaria con riqueza de expresión. Ocasionalmente el director daba rienda suelta a su placer como gestor de una granja lanzándose hacia pilas de grano recién cosechado aún no trillado, y metiendo sus brazos y piernas en ellas, como vadeando el mar de riqueza campesina que representaban. M. miraba los campos por cosechar mientras pasábamos y me señalaba que si fuera por él, dejaría de beber kvass y empezaría a preocuparse un poco: los campos estaban repletos de malas hierbas que se alzaban por encima del atrofiado trigo. El director no se había dado cuenta de esto porque hasta entonces no había recibido instrucciones de arriba ordenándole atacar las malas hierbas. Solo luchaba por lo que estaba especificado en las instrucciones. No había escasez de asuntos por los que luchar…
Hacia el atardecer llegamos a una pradera en la que, casi invisible, había una zemlianka, una choza campesina hundida en la tierra, con un tejado. Por primera vez en el día el director realmente se puso en acción. Junto con el conductor y tres granjeros que nos acompañaban en el camión, se bajó, corrió hacia la choza, se subió al tejado, y comenzó a bailar una giga sobre él. Mientras el director y el conductor pisoteaban el tejado, los granjeros se pusieron a demoler la choza con unos hierros. Incluso en un pequeño trabajo manual como este había que guardar la precedencia jerárquica debida. El jefe y su lacayo —el conductor— no podían rebajarse a romper la pared de la choza con trabajadores ordinarios. Tenían que trabajar por separado en su propia sección —en este caso el tejado de la zemlianka. Nadie sabe cuántos grados diferentes de oficiales tenemos, pero ellos sí tienen un sentido muy agudo de todos estos matices, y ninguno de ellos osaría empuñar un hierro si no fuera adecuado a su estado. Los chóferes están fuera de la jerarquía de clases —son símbolos de poder junto con los vehículos que conducen, y cualquiera, de cualquier rango, puede sentarse junto a ellos. Por este motivo el conductor no tomó tampoco un hierro, sino que se unió al director en el baile sobre el tejado. Es interesante indicar que estas delicadas gradaciones fueron introducidas en el ejército más tarde que en la burocracia civil. En 1938 yo enseñaba alemán en un cuartel (se me permitió hacer esto por una instrucción relativa a las mujeres que no se creía necesario exiliar junto a sus maridos —¡esto en la misma ciudad en que poco antes me habían buscado con una orden judicial para arrestarme!). Mis alumnos eran tenientes, y les escuché hablar con sorpresa de una orden que les prohibía jugar al ajedrez o a las damas con sus hombres, llevar paquetes pesados por la calle (¿quién se suponía que iba a hacerlo en su lugar, sus madres o mujeres?), o relacionarse con las camareras del comedor de oficiales. Si querían casarse, las novias debían ser aprobadas previamente por sus oficiales superiores para prevenir que se unieran a fulanas inadecuadas a su rango. En las universidades y escuelas había una preocupación similar constante con los grados y rangos, y lo que se podía o no podía permitir hacer a un estudiante: si estaba bien, por ejemplo, que atendiera un mostrador en el mercado vendiendo el jamón o la miel que había traído de casa de sus padres en el pueblo. En Chita, la secretaria (un alto rango en una escuela) se me quejó de que algunas estudiantes, chicas de pueblo por su origen, salían con soldados rasos en lugar de con tenientes. Le señalé que las chicas habían crecido con esos chicos en sus hogares, pero la secretaria, aunque era ella misma campesina, agitó su cabeza con desaprobación: cómo podían comportarse así…
La miserable choza campesina estaba siendo destrozada por estos cinco robustos hombres del pueblo con estricto cumplimiento de las reglas de precedencia. La primera parte en caer fue el tejado, y cuando lo hizo con un enorme ruido, varias personas comenzaron a salir, sacando sus posesiones de la choza. Una mujer sostenía una rueca, y otra una máquina de coser. M. estaba pasmado por el número de gente que había conseguido apretarse dentro de la pequeña zemlianka —¿podría haber un pasaje subterráneo?, se preguntaba. No habíamos leído aun a Kafka, pero sabíamos que mientras un topo siempre tiene una salida extra, la gente invariablemente tiene que salir de sus túneles directamente a las manos de sus perseguidores. “Qué limpios están”, dijo M. La última en salir (eran todos ancianos, mujeres y niños), una mujer vestida en un safaran —un vestido largo bordado— blanco deslumbrante, llevaba a un niño famélico en brazos: era un pequeño cadáver viviente, calvo, arrugado, con verdes muñones en lugar de brazos. Nunca se me olvidará. Parecía un símbolo de algo. ¿De qué? Quizás de las realidades de nuestra vida, y de nuestra crueldad, incluyendo la mía.
Las mujeres no tenían nada que perder y se pusieron a maldecir al director en su acento ruso sureño, usando las palabras más soeces que conocían. (Me gusta este tipo de lenguaje: junto con la anécdota, es una expresión de la vida real). Pero el director continuó impasible hasta que hubo destrozado su penosa madriguera y rellenado el agujero sobre el que estaba construida. Ahí quedó el destino de la gente que, siguiendo el consejo de Zoshchenko, se había construido una madriguera en la tierra y vivido como animales. Todo el territorio —campos, bosques y praderas— está contabilizado; no hay nada sin dueño. Cuando había terminado su obra, el director volvió, se sentó junto a nosotros en el camión, y se puso a explicarse. Los maridos de esas mujeres, dijo, o bien habían sido deportados o habían marchado a las ciudades en busca de trabajo, y sus mujeres estaban “invadiendo” el terreno del sovkhoz. El sovkhoz era una empresa estatal y, como director, no podía tolerar que el enemigo de clase, las heces kulaks, permaneciera en territorio de su responsabilidad. Había inspecciones constantes y si de repente un nido de kulaks como este salía a la luz en una de ellas, el podría terminar acusado de mantenerlos. Su opinión era que la liquidación de los kulaks no había terminado aún, y sentía que, francamente, no se prestaba atención suficiente a la opinión de los oficiales de provincias como él. Todos estarían de acuerdo en recomendar enviar estas mujeres a Siberia para unirse a sus maridos; de otro modo no había manera de controlarlas. No tenía que ser a los campos; bastaban los “asentamientos especiales” [n.t. para deportados que, sin estar tras alambre de espino como en los campos de trabajos, estaban obligados a trabajar en su lugar de destino]. Esa obra tenía que ser totalmente concluida. La ley era la ley, y las órdenes eran órdenes. Como director de sovkhoz siempre había actuado de acuerdo a la ley y las instrucciones que recibía. Tendría que responder de ello si no lo hacía…
Nosotros guardamos silencio. No tenía sentido objetar nada: sabía lo que estaba haciendo. Incluso habernos permitido entrar en una discusión con este rigorista, no solo habría sido fútil sino peligroso. El director de un sovkhoz es parte del aparato de poder, y trabaja mano a mano con los representantes locales de la más alta autoridad, parte de cuyo trabajo diario es asegurarse de que las leyes se cumplen. No había órdenes judiciales contra los ancianos que se habían refugiado en la zemlianka —posiblemente porque el plan de deportación ya se había cumplido totalmente o, como ocurría a menudo, más que totalmente. Se les había permitido vagar solos, siendo lo primario que se alejaran de sus pueblos natales con las “casas de cultura” creadas a expensas de su sangre. Estas mujeres vestidas con limpios safaranes, con sus ruecas, podían incluso contarse como afortunadas, como yo misma tras el arresto de M. Con sus hábiles manos (¡más que lo que yo tenía!) encontrarían trabajo en las ciudades y en las obras de construcción como limpiadoras o trabajadoras eventuales. En este país, siempre podrían encontrar algún tipo de trabajo, igual que me pasó a mí más tarde. Sin nuestros maridos, nosotras las mujeres siempre podemos atarnos a la silla para realizar algún tipo de trabajo. Unos pocos años más tarde, cuando yo ya no tenía a M., oiríamos las grandes palabras de que el hijo no debe responder por los pecados del padre [n.t. La “Constitución de Stalin” de 1936 levantó las restricciones debidas al origen de clase]. Si aquél bebé famélico sobrevivió, podría haberse convertido en un soldado, un trabajador en una fábrica o incluso un oficial del partido. Seguro que habrán encontrado un lugar para él, como hicieron conmigo.
El director nos invitó a cenar con él, pero hicimos las maletas y montamos en un camión que pasaba camino al centro del distrito. Aquí visitamos al secretario de partido del distrito para despedirnos (“El centro del distrito de Vorobyovo/Nunca podré olvidar” [n.t. de un poema de M.]). Era obvio por su aspecto que había ido de más a menos socialmente, habiendo sido enviado a esta pequeña ciudad apartada proveniente de un lugar más importante. Decidimos sacar a colación ante él el asunto de la zemlianka y preguntarle si se podía hacer algo. Simplemente se encogió de hombros y, sin darnos una respuesta directa, preguntó si había todavía muchos mendigos vagando por las calles de Voronezh. Había menos que cuando nosotros llegamos por primera vez en 1934, y los convoyes que llevaban kulaks al exilio habían aparentemente dejado de pasar por la ciudad ya el año anterior. “Así que los números bajan”, dijo el secretario del partido, añadiendo que los mendigos, las gentes que se habían echado a la carretera, o aquellos que vivían en zemlianka habían sufrido poco: “No puedes hacer una tortilla sin romper huevos”. Viniendo de alguien en su posición, estas palabras eran increíblemente temerarias. Había pronunciado, en presencia de extraños, una frase que le podía haber costado diez años. Él mismo, por supuesto, había participado en la “gran revolución agraria desde arriba”, pero nos pareció que no había tenido demasiado estómago para aguantarla —aunque admito que quizás le estábamos transfiriendo nuestros propios sentimientos, solo porque tenía cara de intelectual. El director del sovkhoz tenía cara de patán completo —parecía un animal mientras bailaba en el tejado de la choza. Nos despedimos del secretario y marchamos en un camión que nos había gestionado.
Todo esto puede ser historia pasada pero ¿qué hay de los efectos de los crímenes de los padres y los abuelos en las generaciones posteriores? Estábamos asqueados por el cerdo del director del sovkhoz bebedor de kvass y nos alegramos un poco con el secretario del partido que dejó caer en nuestros oídos esas pocas palabras casuales pero aun así subversivas. En realidad, aun así, no había nada que escoger entre nosotros: todos nos habíamos lavado las manos. Solo el director del sovkhoz hizo un intento de excusarse: cuando terminó su danza en el tejado, el pequeño gusano en que se había transformado su conciencia comenzó a agitarse. Yo ni siquiera busco excusas para mí misma; vi estas cosas y simplemente me las tragué. Iba a ver cosas mucho peores, pero solo cuando se llevaron a M. comencé a gritar y aullar —aun así nunca cerca de gente que pudiera oírme. El director del sovkhoz con su cara de cerdo, me parece ahora en retrospectiva, actuó mejor que cualquiera de nosotros. Durante medio siglo se han perpetrado las cosas más terribles sin el más mínimo intento de auto-justificación, y la gente que las ha presenciado aun calla. ¡Es sorprendente que no hayamos perdido el uso de nuestras lenguas por el silencio! Pero en realidad no ha habido ningún signo de algo así vaya a ocurrir incluso a aquellos que, más que callar, se han sobrepasado alabando todos los crímenes cometidos. Tenemos el plan de pasar otro medio siglo de silencio o de panegíricos vergonzosos, pues hablar claro no solo es peligroso sino fútil: “A diez pasos nadie oye nuestros discursos”. Cuando hayan pasado cien años, nuestras lenguas sin duda se habrán marchitado. Hemos aprendido a callar para que podamos aprender a vivir sin lengua. Las únicas personas necesarias y valoradas aquí son “los esclavos que saben cómo estar callados”.
¿Cómo comenzó todo esto, el silencio y la mentira frenética? Ocurrió exactamente por las razones que dio Sergei Bulgakov cuando escribió que la persona que vive para la licencia, al perder su sentido de la realidad, se alienta continuamente con la idea de que puede hacer cualquier cosa. Los objetivos que nos propusimos eran ciertamente notables: transformar el mundo natural, la sociedad, la constitución mental y física de la humanidad, conquistar la muerte y así estar en posición de premiar a quienes lo merecían con una larga vida (mientras se castigaba a los “oportunistas”, es decir, los dubitativos, con una bala en la nuca). Por objetivos como estos estaba perfectamente en orden sacrificar al niño famélico que estaba en los brazos de aquella mujer vestida con el safaran níveo, por no mencionar a M. y a mí. Lo único consentido a las víctimas era despotricar con un buen juramento ruso en el último momento. Por eso me gusta tal lenguaje.
Todos nosotros callamos por cobardía y por el terror que nos atenazaba. El único frágil consuelo que tengo es que no solo éramos nosotros cobardes, sino también “ellos” lo eran y sudaban de terror. En 1930, mientras nos alojábamos en un hotel (si se podía llamar eso) en alguna miserable ciudad del Cáucaso, salí al porche buscando un retrete y traté de abrir una puerta que estaba candada por el interior. De repente la llave giró en la cerradura, se abrió rápidamente la puerta y un hombre en uniforme se me abalanzó, aullando como un animal. Era un oficial de los órganos de seguridad que había llegado recientemente a la ciudad, y mientras buscaba apartamento, vivía temporalmente tras la puerta cerrada de esta habitación de hotel. Aterrorizado pensando que era un intento de asesinato, despotricaba y vociferaba, amenazando con arrestarme. Vino toda la gente del hotel, y tras mucho griterío y agitar de brazos, de algún modo se las arreglaron para calmarle y rescatarme. Como me explicaron después, también estaba atemorizado: “Todo el mundo tiene miedo, ya sabe…”
Los que menos miedo tenían eran los que habían sido educados como filósofos en preparación del trabajo de urgir a otros a llevar a cabo las grandes obras que tenían por delante. Una vez me encontré a una mujercilla filósofa que ya tenía una cátedra aguardándola en un instituto de provincias. Su papel sería ejercer la vigilancia y actuar como consejera para el Partido y las Organizaciones soviéticas locales. Nos sentamos a la misma mesa que ella en el sanatorio CEBUKU de Bolshevo. Todos el mundo se quejaba del té flojo, que tenía el color de orín de bebé. La incipiente profesora de filosofía abrió la boca para decir que el té era un producto importado que se tenía que traer mediante intercambio internacional, y que ya era tiempo de comenzar a cultivarlo en los kolkhozes, ahora que la colectivización se había completado al cien por cien (esto era 1932). Un anciano botanista de voz melosa indicó que el arbusto del té requiere condiciones especiales de clima y suelo, y que en el Cáucaso solo había unas zonas pequeñas con el tipo de suelo adecuado, con hierro. La señorita profesora tenía una respuesta preparada: “El que ha nacido para arrastrarse no puede volar” [n.t. frase de un poema de Gorki], y siguió hablando de “la falta burguesa de fe en el hombre y en la ciencia”. ¿Aconsejaría después a las autoridades locales del Partido de injertar plantas de té en arbustos resistentes al frío? Habría sido perfectamente capaz [n.t. Este tipo de híbrido era lo que Lisenko y sus seguidores estaban continuamente diciendo que habían conseguido].
La única manera en que la licencia podría responder a cualquier fallo era mediante la persecución de chivos expiatorios. Cada primavera y cada otoño, como un tipo de rito estacional, había arrestos masivos de gente —tuvieran o no que ver directamente con la agricultura. El siglo diecinueve vio esfuerzos intensivos por rehabilitar a Caín. Alguien explicó incluso que Caín, como un hombre con nuevas ideas sobre la cría de animales, no había tenido más opción que matar al retrógrado pastor Abel. Por nuestra parte, simplemente ignoramos a los dos pastores de la Biblia, y para la educación de nuestros hijos inventamos una amalgama peculiar de ambos: Pavlik Morozov. Se escapó de casa para matar a su padre (específicamente, para causar su muerte al denunciarlo), y después fue él mismo asesinado, como Abel. Los niños en los cursos más elementales tenían que aprender de memoria la edificante historia de Pavlik para que ellos también estuvieran siempre preparados para denunciar a sus propios padres. Nuestros mejores educadores siguieron las huellas de Caín. Conocí a un especialista en Spinoza que llevaba en su pecho una medalla que había ganado por sus servicios durante la colectivización. El director del Colegio para la Formación de Profesores de Chita se distinguió durante la deportación de los tártaros de Crimea [n.t. 1944]. Era un tipo estupendo que solía ir al cine por la tarde, diciéndoles a las secretarias, al salir con su portafolios bajo el brazo, que iba al Comité del Partido. ¿Qué puede hacerse para impedir que tipos estupendos como este lleven a cabo encargos criminales? El pasado es irreversible, pero ¿qué puede hacerse para que estos amantes de las películas, que nunca han oído hablar de Caín, no nos sumerjan en nuevas tragedias?