David Foster Wallace sobre el suicidio

En su extensa novela “La broma infinita”, David Foster Wallace tiene unas cuantas notas de brillantez en la descripción de situaciones y en la narración de hechos. En esta entrada voy solo a traducir una sobre el suicidio de la persona depresiva que me llamó mucho la atención. Podría obtener la versión española en Internet, pero esto también me sirve de ejercicio.

Habrá más textos de este intrigante libro.

Páginas 616 y siguientes de la edición de Abacus de 2006

Los pronombres y posesivos relativos a “Ello” (Su, etc…) se refieren a la Enfermedad (la depresión). Las abreviaturas son del autor (sobre todo “rec” por recreo, esta manera de escribir es muy de D.F.W.).

La así llamada "persona psicóticamente deprimida" que intenta suicidarse no lo hace por "desesperación" pura o cualquier convicción abstracta de que los ingresos y gastos de la vida no cuadran. Y desde luego no porque la muerte de repente parezca deseable. La persona en la que Su agonía invisible alcanza un cierto nivel inaguantable se matará igual que una persona sin escapatoria saltará en un momento dado por la ventana de un rascacielos en llamas. No nos equivoquemos con las personas que saltan de ventanas ardiendo. Su terror de caer de una gran altura es exactamente igual de grande que lo sería para nosotros si, especulativamente, estuviéramos en la misma ventana simplemente mirando las vistas; i.e. el miedo de caer permanece constante. La variable aquí es el otro terror, las llamas del fuego: cuando las llamas se acercan lo suficiente, caer y morir se convierte en el levemente menos terrible de los dos terrores. No es que se desee la caída; es el terror de las llamas. Y aun así, ninguno de los de abajo, en la acera, mirando y gritando "¡No!", y "¡Aguanta!", puede entender el salto. No del todo. Tendríamos que haber estado personalmente atrapados y sentir las llamas para entender totalmente un terror mucho mayor que el de caer.

Pero y así pues la idea de que una persona agarrada por Ello, esté obligada por un "Contrato de Suicidio" que una bienintencionada casa de acogida de drogadictos le hace firmar es simplemente absurda [n.t. un contrato que se firma(ba) asegurando que no iban a intentar suicidarse, so pena de ser expulsado]. Porque tal contrato reprimirá a tal persona solo hasta que las circunstancias psíquicas que hacen necesario el contrato se manifiesten, invisible e indescriptiblemente. Que los trabajadores de la bienintencionada casa de acogida no entienden Su terror anulador solo hará que el residente deprimido se sienta más solo.

Un tipo enfermo psicóticamente deprimido que Kate Gompert conoció en el Hospital de Newton-Wellesley en Newton hace dos años era un señor en sus cincuenta. Era un ingeniero civil cuyo hobby eran las maquetas de tren ---como los de Lionel Trains Inc. etc.--- para los que erigía sistemas de conmutación y de vías increíblemente intrincados que llenaban la habitación de recreo de su sótano. Su mujer le llevaba fotografías de los trenes y redes de traviesas y vías al pabellón de seguridad para ayudarle a recordar. Este señor decía que había estado sufriendo de depresión psicótica diecisiete años seguidos, y Kate Gompert no tenía razón para no creerle. Era robusto y moreno, de pelo ralo y unas manos que sostenía muy quietas en su regazo cuando se sentaba. Hacía veinte años había patinado sobre una mancha de aceite de sus maquetas de tren de la marca 3-en-1 y se había golpeado la cabeza en el suelo de cemento de la habitación de rec de su sótano en Wellesley Hills, y cuando se despertó en la sala de emergencias estaba deprimido más allá de toda resistencia humana, y así se quedó. No había intentado suicidarse ni una sola vez, aunque confesaba que anhelaba sin fin la inconsciencia. Su mujer era fiel y cariñosa. Iba a Misa Católica todos los días. Era muy devota. El señor psicóticamente deprimido, también, iba diariamente a Misa cuando no estaba internado. Rezaba por su alivio. Aun tenía su trabajo y su hobby. Iba a trabajar regularmente, tomándose permisos médicos solo cuando el tormento invisible se volvía demasiado malo para fiarse de sí mismo, o cuando había un tratamiento radicalmente nuevo que los psiquiatras querían que probara. Habían probado Tricíclicos, I.M.A.O.s, comas-insulínicos, Inhibidores Selectivos de los Recaptadores de Serotonina, los nuevos y plagados-de-efectos-secundarios Cuadricíclicos. Habían escaneado sus lóbulos y sus matrices afectivas buscando lesiones y cicatrices. Nada servía. Ni siquiera la TEC de alto amperaje Lo aliviaba. A veces esto pasa. Algunos casos de depresión están más allá de la ayuda humana. El caso del señor le ponía a Kate Gompert la carne de gallina. La idea de este señor yendo a trabajar y a Misa y construyendo redes de ferrocarril miniaturizadas día tras día tras día sintiendo a la vez algo semejante a lo que Kate Gompert sentía en ese pabellón estaba simplemente más allá de su capacidad de imaginar. Su parte raciono-espiritual sabía que este señor y su mujer debían estar en posesión de un coraje mucho más allá de todas las tabla de coraje. Pero en su alma intoxicada Kate Gompert solo sentía un horror paralizante ante la idea del señor achaparrado de ojos apagados colocando despacio y cuidadosamente vías de juguete en el silencio de su habitación de rec recubierta de madera, el silencio total excepto por los sonidos de las vías siendo engrasadas y encajadas juntas y puestas en su lugar, la cabeza del señor llena de veneno y gusanos y cada célula de su cuerpo gritando pidiendo el alivio de unas llamas con las que nadie podía hacer nada ni siquiera sentir.

El señor permanentemente psicótico fue transferido finalmente a un lugar en Long Island para ser evaluado para un tipo de psicocirugía radicalmente nuevo con la que supuestamente irían y extraerían el sistema límbico completo, que es la parte del cerebro que causa todos los sentimientos y sensaciones. El sueño más querido del señor era la anhedonia, el adormecimiento psíquico completo. I.e. la muerte en vida. El prospecto de una psicocirugía radical era la zanahoria colgante que Kate se imaginaba que aún le daba a la vida del señor el suficiente sentido como para colgar por las uñas del alféizar de la ventana, probablemente negras y deformes por las llamas. Eso y su mujer: parecía amar genuinamente a su mujer, y ella a él. Se iba a la cama todas las noches abrazándola, llorando para que se terminara, mientras ella rezaba o hacía esa cosa devota con cuentas.

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