De una carta de G.M. Hopkins

Me trajeron los Reyes, hace unos años, una selección de textos de Gerard Manley Hopkins, poeta inglés, Jesuita, cuya vida había leído el año anterior. Parece ser que es, además de un extraordinario poeta, un gran escritor de cartas pero yo no lo sabía. Esta mañana he encontrado la siguiente joya que os traduzco a vuelapluma. Entiéndase que el estilo es decimonónico, no solo en el texto.

De una carta a R.W. Dixon

Manresa House, Roehampton, S. W. 1 de Diciembre de 1881

[…] Cuando un hombre se ha entregado al servicio de Dios, cuando se ha negado a sí mismo y ha seguido a Cristo, ese hombre se ha ajustado a recibir (y de hecho recibe) de Dios una guía especial, una providencia más particular. Esta guía se le da en parte por acción de otros hombres, como los superiores que tiene designados, y en parte por luces e inspiraciones directas. Si me atengo a tal guía, entregada por cualquier canal, sobre cualquier asunto, por ejemplo sobre mi poesía, actúo con más sabiduría en todo caso que si tratara de servir lo que parecerían mis intereses propios en la materia. Si usted valora lo que escribo, si yo mismo lo hago, pues mucho más lo hace nuestro Señor. Y si Él elige servirse lo que yo dejo a su disposición, puede hacerlo con una felicidad y con un éxito que yo nunca podría conseguir. Y si no lo hace, entonces se siguen dos cosas: una es que el premio que de cualquier manera recibiré de Él será aun mayor; la otra es que entonces sabré qué cosa tan contraria a su deseo e incluso a mis propios intereses habría hecho yo si hubiera tomado el asunto en mis manos y forzado la publicación. Estos son mis principios y esta ha sido mayormente mi praxis: cuando uno lleva la vida que llevo aquí [n.t. en los Ejercicios que estaba haciendo en ese momento] esto parece fácil, pero cuando uno se mezcla con el mundo y encuentra a cada lado sus solicitaciones secretas, vivir de fe es más difícil, muy difícil; aun así, siempre actuaré de este modo con la ayuda de Dios.

Nuestra Compañía [n.t. La Compañía de Jesús] valora, como usted dice, y ha contribuido a la literatura, a la cultura; pero solo como medio para un fin. Su historia y su experiencia muestran que la literatura propiamente dicha, como la poesía, se ha visto pocas veces como un medio muy útil para ese fin. Durante tres siglos, a menudo, la flor de la juventud de un país ha entrado en nuestro cuerpo: entre estos, ¡cuántos poetas, cuántos artistas de todo tipo debe de haber habido! Pero ha habido muy pocos Jesuitas poetas y, cuando los ha habido, creo que se habría descubierto, examinándolos, que había algo excepcional en sus circunstancias, o, por así decir, algo que contrapesaba en su carrera. Pues el genio atrae la fama y San Ignacio veía en la fama individual la más peligrosa y cegadora de las atracciones… Ve usted así lo que está en mi contra, pero puesto que —como dice Salomón, hay un tiempo para cada cosa— no hay nada que no pueda llegar a ser algún día, podría ocurrir que llegara el tiempo para mis versos. […] La brillantez no encaja con nosotros. Bourdaloue es reconocido como nuestro mejor orador: su estilo es severo. Suárez es nuestro teólogo más famoso: es un hombre de vasto entendimiento, pero sin originalidad ni brillantez; trata todo satisfactoriamente, pero nunca recordarás una frase suya, la forma no es nada. Molina es el hombre que hizo nuestra teología: era un genio e incluso en su más seca dialéctica he notado un cierto fervor como el de un poeta. Pero en la gran controversia sobre los Auxilios de la Gracia, la crisis más peligrosa, como supongo, que pasó nuestra Compañía hasta su disolución, aunque había surgido por su libro, él tuvo, creo, poca parte. Se puede percibir algo similar en nuestros santos. El mismo San Ignacio era, ciertamente, como cualquiera que haya leído su vida aceptará, uno de los hombres más extraordinarios que ha vivido; pero tras la fundación de la Orden vivió en Roma una vida tan ordinaria, tan escondida, que, cuando tras su muerte comenzaron a mover su proceso de canonización, uno de los cardenales, que le había conocido en la última parte de su vida y solo en esa parte, dijo que nunca había notado nada más en él que lo que se percibe en cualquier sacerdote edificante… Cito estos casos para probar que la fama y el brillo no encajan con nosotros, que cultivamos lo ordinario exteriormente y deseamos que la hermosura de la hija del rey, el alma, sea interior. […]


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La biografía que me trajeron los Reyes.
La antología que también me trajeron los Reyes.

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