Cultura y trabajo

Ayer comí otra vez en “Los Llaureles”, lugar sobre el que hablé hace unos seis meses, tras una espléndida sobremesa con unos amigos. La ocasión, esta vez, era compartir mesa con un gran amigo y con un matrimonio amigo suyo, a quienes yo estaba siendo presentado, más o menos. Él es director de orquesta y ella es mezzo-soprano.

Aparte de comentar las exquisiteces que nos iban sirviendo (la ventaja de un menú de degustación es que no es de mala educación hablar sobre comida en la mesa), la conversación versó, principalmente, sobre el trabajo del músico (y, claro, mayormente del director de orquesta): también mi amigo lo es. Salieron a colación grandes figuras, entre ellas Carlos Kleiber, gran desconocido para los profanos, admirado por los especialistas.

Cultura, artesanos y chupatintas

La “cultura” —ese concepto evanescente que llevó a T.S. Eliot a escribir unas “notas para una defición”—, entendida como todo aquello que trasciende lo necesario, se actualiza principalmente por medio de la presencia artística. En el campo musical, la actualización de la cultura se da, de manera eminente, en el concierto: la partitura, como acto de la invención artística, ya existe pero su presentación a los individuos solo se realiza en el acto interpretativo, y de modo pleno en directo (mucho más que la audición de una grabación, aunque esto sea necesario para su difusión).

De alguna manera, si el párrafo anterior es correcto y si entendemos que la música “educada” —cultivada— es, sobre todo, la sinfónica y coral (hablando vagamente), la responsabilidad del enriquecimiento cultural de la sociedad, hoy día, recae en las orquestas y, sobre todo, en los directores. Podríamos decir que el director de orquesta es el pináculo del templo cultural musical, tal como se entiende hoy día.

De ahí que, si algo se espera de un músico (y especialmente de un director de orquesta) es, por seguir con Eliot, su conciencia de que la cultura hoy es el fruto de la asimilación, por parte de la sociedad, de las manifestaciones principales del arte previas y su renovación en el lenguaje presente para preparar y dar lugar al desarrollo futuro.

La cultura es solo contextual. De ahí que el “artista” no sea tal si su obra no se entiende.

Como tal actualizador de un pasado en el presente, el director de orquesta debe —por la propia naturaleza de su trabajo— estudiar: leer, asimilar, pensar, situar y armonizar cada obra en su situación histórica, en su contexto musical y en todo el ambiente pasado y presente. Lo extraño de la música es precisamente la necesidad de presentarla cada vez y en cada lugar de modo que transmita, en el lenguaje actual, lo que el compositor quería decir. (Por ello los esfuerzos “historicistas”, si bien interesantes, no pueden ser entendidos como un acto “artístico” o “cultural” sino más bien “científicos” o “críticos”, sugestivos para el experto pero poco útiles para el receptor: el público).

En fin: uno espera de un director de orquesta que se comporte como un buen artesano. Que conozca el paño, estudie, reflexione, piense en el lugar en que va a dar el concierto, a qué público está dirigiéndose, qué músicos tiene delante y, sobre todo, cuál es el contenido intencional del compositor. A veces será simplemente “lo que pone la partitura” pero a veces será algo más. Y, en fin, se espera que ponga de su parte “la interpretación”: eso que hace que la obra se reconozca como “propia” pero “con personalidad”. Este cuadro es del taller de Rubens. Eso es un buen artesano: la Novena de Beethoven por Klemperer no es igual que por Karajan. Pero tampoco son diferentes.

Por supuesto, lo que se dice del director, se predica del instrumentista en un nivel proporcional.

La sorpresa

De vez en cuando descubro que sigo llevando un lirio en la mano, como el día en que nací. Se ve que esto no se pasa.

En la agradable conversación que mantuvimos de sobremesa escuché asombrado que, hoy día, hay una gran cantidad de músicos miembros de orquesta que, al tener un contrato indefinido (o incluso un puesto por oposición), tratan su trabajo como un trámite diario… “Aquí estoy yo para ganarme el pan pero procuraré poner el menor esfuerzo posible.”

Y lo peor no es que los instrumentistas lo hagan (algo ya triste) sino que incluso directores de renombre mundial se permiten ponerse delante de una orquesta con un solo ensayo y sin dedicar tiempo al estudio de la partitura.

¿Y hay algo peor que una obra de arte tratada con desprecio? “Las Meninas” lleno de polvo, la Pietà con manchas de grasa, un Quijote editado en tipo monoespaciado, un Macbeth recitado sin pasión…

Pues eso es una sinfonía de Haydn descontextualizada. O un Tristán e Isolda repetido mecánicamente (¿acaso es esto digno del hombre?). ¿Puede alguien imaginarse a un violoncelista virtuoso tocando las suites de Bach sin llorar?

Qué pena haber nacido en un mundo así.

Un mundo en el que una cantata puede tratarse como un formulario, en el que un concierto puede no ser más valioso que poner un sello de goma en una instancia, en el que una ópera ¡Orfeo! puede convertirse en un mero trámite…

Qué pena y qué responsabilidad.

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