Misterios y dones
Una frase incomprensible
Ver el rostro de Cristo en los necesitados. Hace unas semanas leí el titular de una noticia referida a un discurso del Papa Francisco que contenía más o menos esta expresión y una invitación a hacerla realidad. No es la primera vez que leo textos papales en los que se habla de esa manera, y no es Francisco el primero a quien me refiero.
Y yo debo decir: lo siento, pero nunca he visto el rostro de Cristo en los necesitados.
Puede ser falta de fe, o quizás falta de generosidad. O a lo mejor es que no tengo contacto con ningún necesitado. Pero tengo para mí que no soy el único al que le pasa y me gustaría llevar algo de luz a quienes, como yo, no son capaces de ver el rostro del Redentor en nadie, solo en su interior con la imaginación. Más allá de las expresiones supuestamente hermosas, prefiero buscar explicaciones racionales a mi manera de actuar y a lo que entiendo que es común experiencia humana. Y, ciertamente, yo no ayudo a los demás porque vea a Cristo en ellos puesto que no le veo.
El Juicio
El Capítulo 25 del Evangelio de san Mateo contine la descripción hecha por el mismo Cristo del Juicio Final. Ciertamente, Cristo dice “tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber…” pero inmediatamente después, los propios justos —y luego los pecadores— reconocen que no tienen ni idea de cuándo le han hecho —o dejado de hacer— esos favores al Señor. Y ha de explicarles este: cuando lo hicisteis con uno de estos hermanos míos pequeños, conmigo lo hicisteis —y dejasteis de hacer. Quiero entender con esta parábola que es Cristo quien se reconoce en el necesitado, no es el justo quien debe descubrirlo; y que ni siquiera hace falta que lo descubra porque el premio que da Cristo no depende de ello.
Cristo espera que hagamos el bien a los demás sin siquiera pensar en Él.
La Redención y el Concilio
Sin necesidad alguna, Dios mismo —el Verbo— se encarna para redimirnos del pecado y pagar la deuda de Adán.
Me parece que esta es una realidad de la que nos estamos olvidando: la acción de Dios por el hombre, o más bien por cada uno de los hombres, está dirigida exclusivamente a nuestra salvación. Dios nos quiere libres sin pensar en sí mismo, sino pensando en nosotros. Al menos, así lo veo yo.
De hecho, tal y como el Concilio Vaticano II dice, el hombre es el único ser de la creación material que Dios ha amado por sí mismo: es decir, el amor de Dios hacia cada uno de nosotros es totalmente directo e inmediato. No hay ningún fin externo al hombre en el amor que Dios le tiene. Esta afirmación ha de llevarnos a pensar en lo importante que es el hombre, cada hombre. Tan importante que el mandamiento nuevo no es “amaos los unos a los otros como si me amarais a mí” sino “amaos los unos a los otros como yo os he amado.” Sin fines externos “al uno” o “al otro.”
No dice Cristo “amaos los unos a los otros por mí.”
Esto me lleva a pensar que el amor a los demás que el Señor espera del cristiano no ha de ser “indirecto”, del tipo “te amo por Dios.” Justo al contrario, puesto que “Dios te ama por ti mismo”, yo he de hacer lo mismo. Eso es lo que se me pide.
Lo otro yo no lo entiendo.
Don
Ahora bien: hay muchas ideas, dogmas e incluso teoremas que no entiendo. Pero en un asunto tan importante como el amor a los demás, me permito defender que a uno no se le puede pedir ir más allá del Evangelio. Bien está que nuestro Señor otorgue sus dones a como le plazca: a uno el de profecía, a otro el de lenguas… Pero como todo don divino, es gratuito, inmerecido y habitualmente inesperado. No negaré que “ver el rostro de Cristo en el necesitado” pueda ser un don de Dios —aunque me cuesta entenderlo.
Pero, de ser así, me parece que son pocos quienes lo han recibido.
¿Por qué?
Mi manera de ver el mundo —y el mundo, en realidad, no es más que el conjunto de personas humanas, lo demás existe subordinado a ellas—, mi manera de ver el mundo se fundamenta en un principio: la persona es un fin en sí misma. Es decir, cada persona es una realidad definitiva con valor absoluto —separado— y no tiene razón de medio. De aquí deduzco que “amar a alguien por ver en él a Cristo” es una mediatización de la persona, incompatible con el principio básico anterior. El amor no es mediatizado: el amor, puesto que es un princpio de unidad, termina en el objeto amado. El amor tiende a la unión con lo amado y el medio no colma tal unión. Así que si el Mandamiento Nuevo es un medio para amar a Dios, entonces está mal enunciado: debería ser “amadme a mí en los demás como yo me amo a mí mismo.” Pero Cristo —como san Juan recuerda una y otra vez— nos habla de amor a Dios y de amor de unos a otros.
Además, me parece que todo el lío que Dios ha montado con la Redención estaría fuera de lugar si su amor por nosotros fuera un mero medio de amarse a Sí mismo: para esto no hace falta que la Segunda Persona se haga hombre y permita su deicidio.
Y si Dios no me ama a mí, sino que solo se ama a Sí mismo —insisto, si la persona amada no tiene razón de fin en el amor, entonces no es tal persona amada—, si Dios solo se ama a Sí mismo y no a mí… Entonces qué vida tan triste la mía y qué vacía mi oración y qué sensación tan desagradable al orar: Cristo, te amo, aunque Tú en realidad no me ames…
O el amor de Dios a los hombres —y por tanto la Redención— tiene sentido porque Él quiere estar con nosotros —nos ama, como afirma el mismo Cristo— o la existencia humana es un mero medio de autoamor divino. Pero esto segundo me parece menos creíble que lo primero.
Así pues, benditos aquellos a quienes Dios colma de sus dones pero amémonos unos a otros como Cristo nos ha amado.