Comer, comulgar

Los sentidos del gusto, tacto y olfato son percibidos como peligrosos por la ascética cristiana posterior a la Reforma. Los otros dos, más ajenos a la corporeidad desde la perspectiva del asceta, no. Parece que hay una división entre sentidos externos dignos y otros indignos, unos que llevan fácilmente a Dios y otros que fácilmente alejan.

Ciertamente, dicha ascética cristiana tiene poco de cristiana y mucho de maniquea: lo espiritual —así la vista y el oído— es bueno, lo corporal —el resto— es malo. No es esto lo que los Padres de la Iglesia nos enseñaron.

El otro día, y ya hace más de un mes de esto, celebramos tres amigos el primer gran éxito de uno de ellos en un proyecto a largo plazo. Como toda celebración que se precie, consistió en reunirnos en torno a una mesa y comer y beber juntos. Lo que ocurrió me hizo meditar durante unos cuantos días y solo las circunstancias han hecho que me haya retrasado en escribirlo.

Comer

La comida era a base de platos de degustación, del “Menú Alcohólico”, del hotel restaurante “Los Llaureles”, cerca de Torazo, en Asturias. Pese al nombre, el objetivo de dicho menú no es la intoxicación sino la combinación de sabores de alimentos con el de diversas bebidas de mayor o menor graduación, y sus aromas. Me voy a ahorrar los calificativos.

El burdo acto de comer —como diría el asceta cristiano en que pensaba— se percibe, en Los Llaureles y con ese menú, como una via de acercamiento a algo que nos hace conscientes de un aspecto singular de la dignidad del hombre: su dominio de la naturaleza capaz de hacer que, más allá de la percepción sensorial agradable, comprenda de manera nueva lo que es el “gusto.” El hombre, en Los Llaureles, no se alimenta; hace algo que trasciende la función y lo eleva. Igual que la lengua, para el ser humano, se transmuta de órgano alimentario en instrumento del lenguaje, la comida allí se metamorfosea en medio de comunicación y de conocimiento propio. Aquella comida fue más un encuentro con la cultura que con la cocina. Aquel almuerzo nos hizo mejores.

Es inevitable la referencia al relato de Isak Dinesen “El festín de Babette”, en que solo la calidad de una cena extraordinaria es capaz de transformar los corazones de unos fieles protestantes rigoristas y moverlos a la caridad mutua y al perdón: a la comunión. Igual que “Babette sabe cocinar”, es obligado decir que en Los Llaureles “saben cocinar.”

Comulgar

Cristo se nos entrega como pan, la comida más elemental, común y accesible en la cultura occidental —digámoslo claramente: una comida tosca y burda. La mayor unión con Él para el cristiano pasa por masticar su cuerpo enharinado —y beber su sangre como vino, una bebida vulgar e incluso escandalosa. Son las cosas del Redentor.

La comida a que me estoy refiriendo, igual que el festín de Babette, fue un acto de comunión. No solo fue una experiencia cercana a la cultura —que lo fue. Fue, sobre todo, y en eso consiste una celebración, un acto en que quienes estábamos a la mesa, por medio del acto de comer y beber, llegamos a una más plena unión personal: a compartir ideas, afectos, intereses, proyectos y experiencias para, precisamente a traves de esa entrega recíproca, alegrarnos los unos con y por los otros y sentirnos satisfechos por lo celebrado. La experiencia primera que compartimos fue, precisamente, la degustación de los platos y por ella comenzaban nuestras conversaciones cada vez que el camarero nos explicaba en qué consistía cada servicio. Partiendo de los alimentos llegábamos a la persona.

Nuestra amistad se enriqueció por la comida.

Creo que esto sí es cristiano.


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