El Absurdo
Llevo tiempo meditando —quizás simplemente con ello en la cabeza— el papel del absurdo en la vida, desde un punto de vista “cristiano.”
Se dice muchas veces —y a mí me lo han dicho— que “Dios aprieta pero no ahoga.” Son unas palabras bienintencionadas y que puede que tengan un sentido más profundo del que yo llego a comprender. Desde luego, no intentaré yo explicar los designios de la Providencia. Pero tampoco voy yo a negar que hay situaciones incomprensibles, absurdas y que, desde cualquier punto de vista, parecen objetivamente impropias de la condición humana sin el salto de la fe. La injusticia existe, el abuso del débil por parte del fuerte está —como siempre— a la orden del día, la extorsión del indefenso es palmaria sin más que leer los titulares de los periódicos, la muerte por hambre, el sufrimiento extremo están ahí —más cerca de lo que piensas, a tu lado, lector.
¿Y decimos que “no ahoga”? No lo entiendo.
Solo puedo entenderlo con el salto de la fe: todos esos hermanos míos que sufren, padecen, son explotados y mueren por culpa del poder, la ambición, la guerra y la injusticia, todos ellos reciben el consuelo más tarde.
Solo así puedo empezar a comprender que el absurdo es asumido por Dios y puede tener un papel redentor. Sin dejar de ser absurdo.
Ellos, los débiles, inocentes, desamparados, son defendidos por el Padre de todos. Pero ese mismo Padre de todos no les alivia necesariamente el dolor —o, si lo hace, lo hace de una manera que nosotros no entendemos: aliviando el alma y no el cuerpo. Tampoco se lo alivió a su Hijo.
El dolor, el absurdo de la innecesaria muerte de hambre —esta es una muerte que me parece especialmente inhumana— no salva. Pero merece una parte extraordinaria de la misericordia divina.
Dios no va a aliviar lo que nosotros no queremos. Solo excepcionalmente —de ahí que el milagro sea algo extraño, esporádico— y por los motivos que el Padre quiera, alguien se verá libre de su mal como una luz para el resto. Como la viuda de Naím, quien ni siquiera tuvo que pedir a Cristo nada: fue la compasión de este la que resucitó al hijo. Pero Cristo conoció a muchas viudas. Igual que Elías.
Juan Bautista
Para mí es revelador el martirio del Bautista. Hay pocas muertes así de absurdas en la Escritura: un hombre santo, encarcelado injustamente por alguien que, pese a todo, le admira, que dialoga con sus captores, es condenado a muerte y ejecutado sin juicio y sumariamente a causa de una afirmación a todas luces exagerada, de un borracho, en su fiesta de cumpleaños.
He tratado de imaginarme la reacción de Juan cuando llegó el verdugo y le dijo lo que iba a pasar pero no he podido concluir más que: esto es completamente absurdo. No tiene exactamente ningún sentido, ni desde el punto de vista cultural, ni humano, ni religioso ni poético. Es el capricho de un beodo temeroso de faltar a una palabra que nadie le había pedido y que nadie le recriminaría haber incumplido. Y nos quedamos sin Juan Bautista. No más predicación de la conversión, no más ejemplo de mortificación, no más señalar al Cordero.
De verdad: podría haber muerto por causas naturales y sería más “normal”, creo yo.
Pero no: el Padre eterno de quien hablaba antes permitió la realización del absurdo humano.
¿Qué le diría al verdugo el condenado? ¿Se quejaría de su trágico fin? ¿Trataría de defenderse? ¿Diría al menos algo referido a lo estúpido del proceso? ¿Se callaría totalmente? —No lo creo, siendo Juan y no Cristo.
Pero sí me parece seguro que vería su ejecución como algo sin sentido.
Y, a la vez, confiaría en que el Defensor del desamparado vive eternamente.
Es que el desvalido tiene quien le defienda. Pero no como nosotros entendemos.
Más allá de nuestra comprensión
Queda así claro, en mi opinión, que ante el sufrimiento ajeno —y hay mucho y enorme— es conveniente bajar la cabeza y afirmar que sí, que es absurdo desde nuestro punto de vista y que sí, que no es querido por Dios.
“Dios aprieta pero no ahoga”: no sé qué quiere decir esto. Lo único que sé es que
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No es Dios el que aprieta. Somos nosotros, es la injusticia del mundo —que es siempre injusticia personal—, es la soberbia, el afán de poder, la envidia. Y la enfermedad, que apareció por causa del pecado original.
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Morir desamparado es posible. Pero tengo por seguro que los gritos de dolor de quienes sufren esto son escuchados y suben al cielo del mismo modo que las oraciones de los santos. Y que, a la vez que la misericorida del Padre sanará sus heridas allí, quienes las infligimos, tendremos que pagar por ellas.
“Dios aprieta pero no ahoga”: no, en realidad, Dios no aprieta y lo que hace, siempre aunque no ahora, es sanar.
Pero no entendemos cómo. Igual que el Bautista.