Morir en casa

Cuando era pequeño, José María de Pereda me parecía un escritor terriblemente pesado y demasiado sensiblero. Ahora pienso de modo distinto, aunque solo he leído dos o tres de sus novelas. Peñas Arriba me parece, más allá de su romanticismo cántabro, hermosa y encantadora, además de seria y bellamente cristiana.

Una de las escenas más tremendas y a la vez dulcemente emocionantes es la muerte de don Celso, el tío del protagonista y quien inicia todo el movimiento que “hace” la novela. Don Celso muere en su casa de Tablanca, en su habitación, tras confesar y recibir la Comunión. Acompañado, cuando pueden, de su amigo don Sabas, del médico Neluco y, claro, de sus sobrino Marcelo, el protagonista. Con la ayuda de su ama de llaves y su sirvienta, que más que tales son casi de la familia. En casa.

Un momento central, física y argumentalmente, en la tetralogía de “José y sus hermanos”, de Thomas Mann es la muerte del intendente de la casa de Putifar, de nombre Mont-kaw. Un viudo amable, trabajador, leal y consciente de sus limitaciones, disfruta escuchando a José narrar historias de su religión y gusta especialmente de ir a la cama tras haber oído una despedida de este, como la primera que le da el día de su ingreso como un esclavo: “Que descanses con agrado tras un día de trabajo. Que las plantas de tus pies, quemadas por el calor de los caminos, paseen con deleite sobre el musgo de la paz y que las murmullantes fuentes nocturnas refresquen tu lánguida lengua.” Noche tras noche ruega a José que le prepare el sueño con unas palabras de este tipo. Y, finalmente, cuando su muerte se acerca, tumbado en el lecho, en su lecho, le pide a José, a quien ya considera hijo suyo: “dame las buenas noches, hijo mío, como sabes hacer tan bien, sostén mi brazo y mi pierna y conjura su rigidez con tus suaves palabras para que se vaya. Realiza una vez más este hermoso oficio tuyo, por última vez…” Y José pronuncia uno de los más bellos discursos de despedida que he leído. Junto a la cama de aquel a quien considera su padre adoptivo. Hay sufrimiento pero hay paz en Mot-kaw, pues muere en su casa junto a quien le quiere. Lloré dulcemente al leer este pasaje por primera vez.

Murió la Duquesa de Alba, murió en su casa.

Solo se muere una vez y solo hay un sitio propio para hacerlo: el hogar.

Nos han robado la muerte en casa

Mi padre murió en un hospital, con solo mi madre presente y cuando era patente a quien quisiera mirar y supiera algo —que mi madre no sabía— que tenerlo en un hospital era inútil.

Mi amigo José Luis murió en un hospital. Yo pude visitarle pocos días antes —tuve que salir de viaje— y le escuché decirme “ay, Pedro, hijo, de esta no salgo…” ¿qué respondes? Nada. Miras, estás y acompañas. Pero no quiero imaginarme su muerte en esa habitación. Todos sabíamos que se iba a morir. ¿Tenía que estar allí?

Hace tres semanas vi cómo sacaba una ambulancia a un vecino del edificio en que vivo, un señor muy mayor, Samuel. A los tres días apareció la esquela. Mucho me temo que le tuvieron en el hospital hasta el fin.

¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

Solo se muere una vez: dejad que lo hagamos en lo único que es nuestro de verdad: nuestra cama, rodeados por nuestra familia.

Evitadnos la sensación de ocupar un espacio ajeno, molestando a desconocidos y rodeados por elementos anónimos y fuera de nuestro control.

No queremos vivir lo más posible, queremos que se nos trate como a seres humanos. Y lo más propio del ser humano, lo que le identifica como tal es la familia y los amigos.

Me temo que los médicos han claudicado de su papel de acompañantes.

Me temo que los médicos tienen miedo de los analgésicos, como si los profanos fuéramos a abusar de ellos con nuestros familiares sufrientes.

Hay circunstancias especiales. Pero hoy día, quienquiera que pase por urgencias de cualquier hospital de la Seguridad Social española (y no digamos de la británica) entenderá que no: ahí, así, no es propio morir.

Médico: alivia al paciente. Y si muere antes porque el analgésico tiene efectos secundarios, acéptalo como un mal necesario.

Médico: permite a los familiares aliviar al enfermo.

Médico: no hagas de los casos especiales la norma general. No eres tú el único capaz de decidir.

Médico: lo digno no es morir científicamente. Lo digno es morir rodeado de afecto. En un hospital no hay afecto. Y el poco que se puede dar está rodeado de punzadas de anonimato.

Y, finalmente, todos: procuremos que sea esto posbile aprendiendo todos cómo ayudar a un moribundo.

Que podamos morir en paz.

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