Me resulta inexplicable que el premio Pulitzer de ficción se haya otorgado a “El jilguero”, la última novela de Donna Tart, publicada en castellano en 2014.
Hace una semana, un profesor de Secundaria amigo me contó perplejo que este verano había leído una novela porque un crítico literario conocido suyo la había puesto por las nubes y, en opinión de mi amigo, “no valía un duro.” Me faltó tiempo para pedirle una copia y comenzar la lectura.
“El jilguero” es un óleo sobre tabla de Carel Fabritius, un pintor algo anterior a Vermeer, hoy día conservado en La Haya. La novela comienza con la desaparición de la obra tras una explosión en el Metropolitan Museum de Nueva York y narra las peripecias de Theo, desde que ocurre este suceso hasta unos diez, quizás doce años después. Puede decirse que su vida en esta época está marcada por lo que le ocurre a la obra de Fabritius.
El problema es que, siendo honrados, a nadie le interesa la vida de Theo. Y el “jilguero” tampoco tiene unas peripecias tan entretenidas.
Problemas de argumento
El “Deus ex machina”, es decir, la utilización de un recurso argumental extraordinario para resolver un problema narrativo es imprescindible en casi toda novela. Al fin y al cabo, las dificultades serias de la vida ordinaria casi siempre requiern ingenio o la aparición de un elemento inesperado. Lo difícil es encontrar el equilibrio oportuno para que una historia de ficción no se convierta en una sucesión de intervenciones sorprendentes e inexplicadas. A no ser que, desde el primer momento, quede clara la ausencia de realismo, como ocurre con los personajes, situaciones y desarrollos de las novelas de Dickens. Los esfuerzos ímprobos de Wilkie Collins para mostrar que la sucesión de eventos de “Armadale” es plausible son una muestra magistral de la dificultad del escritor frente a este problema. La diferencia entre una buena novela policiaca y una mediocre es precisamente esta: la solución razonable de las dificultades narrativas.
No es “El jilguero” una novela policiaca, ni mucho menos. Y, pese a ello, hay demasiados elementos demasiado casuales o explicados a posteriori para que la narración se lea como un texto honrado.
Para empezar, el devenir es totalmente incoherente, sin razón ninguna. Tan pronto han pasado ocho meses en un párrafo como se desarrolla un curso entero en alrededor de doscientas o trescientas páginas. ¿Cómo es posible que nadie trate de entrar en el piso recién abandonado por un niño que ha quedado huérfano durante ocho meses? ¿Ni siquiera el casero? ¿Tampoco la policía? Y, de repente, el padre desaparecido vuelve a por el chaval y entramos otra vez allí. Un cambio de capítulo y “Ocho años después.” Si bien el narrador omnisciente –en este caso el protagonista– es el dueño del tiempo, se hace difícil entender cómo el paso de los diecisiete a los veinticinco años se vuelve tan irrelevante en la historia de un adolescente que deviene joven. Sorpendente, al menos. Esto afecta al interés del lector pues cuesta aceptar que esa época de la vida sea irrelevante.
Dejar de fumar genera ansiedad y requiere una enorme fuerza de voluntad –o una ayuda externa, como en mi caso. Es difícil de aceptar que alguien pueda tener la libertad de acción que el protagonista demuestra respecto a las drogas –drogas de verdad, cocaína, éxtasis, opiáceos… Tan pronto pasa una semana enganchado sin prácticamente salir de casa como se presenta en la habitación de la madre de su prometida y nadie parece tener la más mínima noción de su adicción. Todo se arregla con “mi mucha resistencia.” Pero no se nos han dado muestras objetivas de dicha capacidad –aparte de que los síntomas depresivos que manifiesta no son una gran ayuda para el control de las dependencias.
Quizás en Nueva York es normal que tanto el novio como la novia estén engañando a la otra parte desde meses y años antes de la boda, con otros compañeros estables. Pero se me hace difícil creerlo y es demasiado barroco para una novela supuestamente realista –al fin y al cabo, la autora manifiesta conocer al detalle muchos aspectos del mundo moderno y los sucesos narrados son, en general, plausibles.
Y sí, disparar es muy difícil.
Problemas de recursos literarios
Para aprender qué es el “estilo”, conviene leer a Henry James, “el maestro”, como se le conoce en los círculos literarios anglosajones, aunque hoy día seguro que el título se utiliza con desprecio. La buena literatura, como la suya, satisface y agrada sin llamar la atención sobre sí misma. Es justa, precisa, delicada y rica: cumple el papel exacto de deleitar con la transmisión de un mensaje. Los matices se perciben pero no llaman la atención. Es una experiencia análoga a saborear un buen licor: el aroma exacto y el sabor adecuado son lo que lo hace agradable. Si cualquier aspecto sobresale, se ha arruinado el placer –huele demasiado a roble. El buen whisky de malta sabe a whisky de malta, solo en segundo lugar y con reflexión se percibe el matiz específico que lo hace único. Si un aspecto estilístico llama la atención, es porque el autor no ha sabido dominarlo, no ha hecho buena artesanía, se le ha ido de las manos.
La comparación, como todo recurso literario, es una ayuda en la transmisión de un mensaje. Es tanto una herramienta –que permite hacer algo que con las meras manos es difícil o imposible– como un adorno –que embellece el entorno. La comparación no existe por sí misma; si se presenta así, se produce la transformación del medio en fin: el barroco. En la primera parte de esta novela, la comparación se convierte en prácticamente el único recurso descriptivo, lo cual dificulta la lectura –comparar exige cambiar de contexto semántico, obviamente; y además, la autora consigue exasperar al lector al presentar análogos dificilmente reconocibles. Valgan unos pocos ejemplos para justificar este aserto. “Daba la impresión de que se hundía, como si se alejara dando vueltas sobre el agua.” “Después, de rodillas como el criado de un cuento.” “Goteaba en el suelo como un golem de húmeda respiración.” “La voz, si bien suave y compasiva, me recordó la del ordenador Hal en 2001, Odisea en el espacio.” “De un modo impersonal, como si advirtiera que se me había agotado la batería del iPod.” “Pippa olía a sal, a medicamentos y a algo más, como la infusión de manzanilla, grasienta y dulce que mi madre compraba en Grace’s.” (?)
El tono
Esta novela se concibe como la narración retrospectiva de unos hechos llevada a cabo por el protagonista. Así que el narrador omnisciente es también uno de los personajes –el principal, de hecho. Esto plantea un problema de estilo difícil de resolver: el tono narrativo debe ser adecuado a la personalidad del teórico narrador pero no ha de sobrecargar al lector con sus estridencias de carácter. La autora no solventa este escollo correctamente, pues el tono muestra diferencias importantes entre unos pasajes y otros.
Si el narrador omnisciente utiliza términos barriobajeros, el lector percibe que la novela es barriobajera. Utilizar términos como cagar, follar (solo he leído la versión castellana), es una clara manifestación tonal por parte del narrador. Esos términos están en claro contraste con la calidad y elegancia de las explicaciones relativas a, por ejemplo, la ebanistería y la restauración de muebles que aparecen a mitad del libro. Y están en total oposición al manifiesto esfuerzo intelectual del último capítulo. Es un error grave porque el lector es sensible a las salidas de tono del narrador y estas marcan negativamente todo un escrito, aunque sean esporádicas.
¿Hay que explicarlo todo?
El último capítulo es una solemne declaración de incapacidad simbólica. Si un texto no ha transmitido el mensaje, es que no está bien escrito. Las moralejas de las fábulas son necesarias solo en un contexto formativo. Pero esto es una novela y la autora, con el capítulo final, nos está manifestando que ha sido incapaz de transmitir sus ideas.
Una pena.
Lo peor de todo, a mi parecer
Sin embargo, lo peor de todo es la falta de coherencia argumental acerca de un punto clave. Como no deseo estropear la lectura, voy a presentar el problema en forma de pregunta: ¿qué ocurre con los tipos que “su padre ha enviado para que le den una paliza”, en palabras de Welty antes de morir? Es curioso que esto quede en el aire tan alegremente…