Voluntad de poder

Una broma ya antigua dice que “el hecho de que seas paranoico no significa que no te persigan.” De manera análoga, puede afirmarse que “el hecho de que Nietzsche diga algo no significa que sea erróneo.” Cuando alguien con la sensibilidad del filósofo prusiano se muestra tan insistente en un concepto, suele deberse a que tal idea tiene un reflejo real, más o menos adecuado. Me parece que el caso de la voluntad de poder es paradigmático y, además, viene a cuento de una situación ocurrida a un amigo hace muy pocas semanas.

Una definición adecuada de “poder” sería la proyectabilidad del yo. Con estas palabras quiero expresar la propiedad de “afirmar la propia existencia, sobre todo hacia el exterior.” Y “existencia” ha de entenderse sobre todo como vida humana, que es un concepto eminentemente intelectual. Por decirlo burdamente, entiendo por “poder” la capacidad de llevar a cabo los proyectos personales, especialmente aquellos que se realizan fuera de uno. Por supuesto, es “poder” la virtud: la posesión de uno mismo con respecto a la actuación. Pero entiendo por “poder” —de ahí el sobre todo— eminentemente la capacidad de afectar a los demás y a las cosas externas conforme a las propias ideas. Así, quien es dueño de muchas cosas tiene poder porque es capaz de (puede) cambiarlas a su gusto. Pero quien gobierna a personas tiene un poder más rico —y más deseado, por lo general— pues un hombre vale más que cualquier cosa. La manifestación suprema de la voluntad de poder es, por ello, la tiranía. Mas también el deseo de ser padre es una expresión de ella. Y la práctica docente. Casi cualquier relación interpersonal en que se pretende transmitir “lo propio” a otro es —o puede ser— una forma de voluntad de poder.

No es malo ambicionar el poder —de hecho, el deseo de paternidad es uno de los primeros motores de la formación de una familia. Lo que necesitamos es conocerlo, conocernos y dominarlo: poseernos, que eso es la virtud. Y utilizarlo correctamente: subordinado a la libertad de los demás. Afirmar la libertad ajena por encima de la propia identidad, eso es lo difícil.

La mayor tentación para un director espiritual —tal como lo conocemos los católicos— no es llevar a sus dirigidos por el camino del mal —es poco probable que ocurra, aunque hemos visto casos. La mayor tentación, por lo difícil de detectar, es querer que los dirigidos hagan la voluntad del director, en lugar de tratar de que encuentren a Cristo. La diferencia es notable —incluso si la voluntad del director es que encuentren a Cristo. La tentación es una versión de la voluntad de poder mal orientada: el director proyecta su ser en sus dirigidos. Además, la obediencia que le profesan produce la satisfacción engañosa de que “siguen a Cristo” cuando en realidad lo que el director piensa es “me hacen caso.” Voluntad de poder y corrupción interior.

The last temptation is the greatest treason
To do the right deed for the wrong reason.

(“Asesinato en la Catedral”, de T. S. Eliot).

La tentación última es la traición mayor
Hacer el bien con mala intención.

Un día conversaba con un buen amigo sobre este asunto. Él no había reflexionado mucho acerca de ello y me dijo “pues yo no siento ninguna necesidad de poder tal como habla Nietzsche de él.” En seguida le llamé la atención sobre su trabajo: profesor en un colegio de secundaria. Y le hice recapacitar: quizás no sientes ninguna necesidad porque ya la tienes cubierta. Al fin y al cabo, el trabajo de un profesor consiste en dar forma a la mente de los niños. Si eso no es poder —proyección de tu vida… De modo que la voluntad de poder de mi amigo posiblemente ya veía satisfechos sus requerimientos y no lo echaba en falta. A mí me pasa lo mismo, siendo profesor de Universidad: no voy a tratar de engañar a nadie.

Por aquel entonces me di cuenta de lo peligroso que es el trabajo docente: puede pasarse de ser un gran maestro a no ser más que un amo de almas esclavas, casi sin solución de continuidad. Y, por cierto, puede ser incluso indistinguible desde el exterior —la admiración por un maestro puede llegar a cegar al alumno sobre la propia tiranía de aquel. Se puede ser un tirano sin que los súbditos lo sepan: basta con pervertir la docencia y convertirla en un medio de proyección de la propia personalidad, en lugar de un medio de encaminamiento. Apropiarse de las personas y realizarse uno en ellas

Es esta la gran tentación de los padres, también: querer que sus hijos vivan conforme a sus proyectos… Incluso si estos proyectos son los mejores, desde cualquier punto de vista. Cuántos padres cristianos han expulsado de sus casas a hijos que han abandonado la fe, que han ido a vivir con su pareja sin casarse, que han… Y ¿es así como Dios actúa? Eso es voluntad de poder mal gestionada: incluso cuando el fin es “bueno”, ella puede aparecer y trastocar toda la ética cristiana. “Yo quiero lo mejor para mis hijos.”

Es que lo mejor es siempre su libertad, pues es lo único que realmente poseen, que realmente son.

Hay quien se lleva la palma

Pero no comencé este escrito pensando en los padres sino en un caso concreto que quedará velado para respetar a los afectados. Hablaré en general para que quien se sienta aludido saque sus consecuencias.

Pensemos en una institución de enseñanza de alto nivel: una universidad, una buena escuela de negocios, o de hostelería, por ejemplo. En esta institución hay profesores mejores y peores, como en todas partes. Y los alumnos tienen unas y otras iniciativas: publicar una revista, celebrar un concurso de tartas, invertir un pequeño capital en bolsa para aprender, lo que sea que ellos piensan puede servirles tanto de entretenimiento como de formación. Son buenos estudiantes y quieren aprender incluso fuera de clase.

Y aquí entra Nietzsche y la eterna paradoja del ser humano, que confunde la docencia con el poder, la enseñanza con la proyección de la propia persona, el trabajo de maestro con la posesión de los alumnos. Mis estudiantes, mis grupos, mis lecciones, mis métodos, yo proyectándome en ellos. Y, como ese plan tan normal de mis alumnos no coincide con mis ideas —o, simplemente, porque no es mío—, lo prohíbo. Y pongo el obstáculo más rastrero posible como docente: la amenaza del suspenso. Así quedo yo afirmado en mis alumnos. Nadie pondrá su impronta en ellos, en…

Sí: mi tessssoro. Así de burdo.

Cuando un docente confunde su tarea con un acto de poder, con una afirmación del yo, con una transferencia de su “propio saber” en otras personas, entonces ese individuo ya no es un docente, ese individuo ya no merece el respeto debido a la figura del maestro, esa persona ha transmutado los valores y se ha convertido en un proxeneta intelectual: alguien que se aprovecha de la debilidad de otros para beneficio propio, aunque el beneficio sea tan banal como “la propia afirmación del yo.” Si al menos lo hiciera por dinero, lo entenderíamos.

Una persona tan necia que utiliza su puesto docente para afirmarse a sí mismo por encima de la libertad intelectual de sus estudiantes, esa persona —que como hemos visto ya no es un profesor sino un proxeneta— está dirigiendo sus pasos por el peor camino posible: la soledad y el desprecio de quienes oyen sus palabras —porque ni siquiera se puede hablar de escuchar sus enseñanzas— y de todo el mundo.

Pido por favor que, en el instante en que yo prohíba a mis alumnos asistir a una clase particular, escuchar a un determinado maestro o, peor aun, intentar aprender a explicar las matemáticas a otros, cuando yo haga esto, por favor ¡que alguien venga y me abofetee y me llame necio e hipócrita!

Pues esto ha ocurrido en la institución de enseñanza a que me refería. Y este hecho ha motivado mis palabras: ojalá que los afectados —indefensos, pues quien pone la nota tiene poder absoluto— puedan liberarse cuanto antes. Les deseamos lo mejor: la libertad.

Porque, si algo hemos aprendido en estos últimos dos mil años, es que la voluntad de poder de Dios consiste en afirmar la libertad de cada uno de nosotros.

¿Y quiero yo más poder que Dios?

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