Cosas mías

Esta semana ha sido algo apresurada y no he tenido tiempo para darle vueltas con tranquilidad a ningún asunto. Por una causa u otra, he estado yendo de acá para allá y tratando de ayudar o facilitar la vida a unos y otros, conocidos y no tan conocidos. Con todo el gusto del mundo, he quedado algo cansado y escribir sobre un problema abstracto está hoy más allá de mis posibilidades. Así que, como diría aquel, voy a “hablar de mí mismo” (no sé si os acordáis de Paco Umbral y su he venido a hablar de mi libro…).

Para empezar: os agradezco a todos los que leéis estas reflexiones el tiempo que os tomáis y la confianza y consideración que tenéis al, por lo menos, opinar que mis líneas merecen vuestro tiempo. A decir verdad, me encanta escribir y, como algunos de vosotros habéis experimentado, de vez en cuando me da la ventolera y envío alguna carta realmente larga a un amigo. Últimamente he tenido ocasión de hacerlo con varios y he de decir que me ha producido gran satisfacción. Lo mejor (y por lo que doy gracias a Dios) es que, encima, esos amigos van y me hacen caso… Como todos habréis experimentado, ver que alguien considera tu opinión como algo útil produce una enorme satisfacción y si la manifestaste con el único deseo de ayudar a alguien a quien quieres pues, de verdad, te sientes como si te hubieran llevado al cielo. En esta temporada estoy meditando con frecuencia la idea —tan repetida por el Papa de otra manera— de que Cristo cada vez que podía aliviar el sufrimiento, lo hacía sin duda. Para mí el ejemplo más gráfico y patente de que el Señor no puede aguantar sus ganas de consolar es el pasaje de Naím y la viuda… Va caminando, se encuentra a una mujer desolada por la pérdida de su hijo y Jesucristo no se lo piensa: mujer, no llores.

A veces, pese a todo, me surge la duda: ¿será que en realidad estoy tratando de sentirme útil, que me quieran, que me valoren o incluso intentando “controlar” a los demás porque cuando uno recibe un favor queda por debajo del que lo hace? Esto es herencia de una historia muy larga de escrupulosidad, que ya no me avergüenza reconocer en público y también de una capacidad hipercrítica —gracias a la cual, por cierto, podéis leer estas reflexiones, así que “no es mala del todo.” Antes —he de reconocerlo— esas ideas me llevaban a actuar con miedo e incluso a dejar de dar satisfacción a amigos, hermanos, familiares… Hoy día he aprendido —gracias especialmente a un amigo en concreto— a dejarme de idioteces y, si puedo conseguir aunque sea distraer durante un segundo a alguien de su sufrimiento, hacerlo inmediatamente. Y que juzgue el Señor mi corazón. Parafraseando a san Juan, Olivier Messiaen pone en boca del Ángel, en su “San Francisco de Asís” , las siguientes palabras, dirigidas a un leproso que se queja al santo:

Leproso, tu corazón te acusa…
pero Dios es más grande que tu corazón.

En verdad así es. Y por eso le damos gracias.

No me disculpo por mostraros mi intimidad: ya lo he hecho mucho más en las otras reflexiones. Con este texto a lo mejor tenéis más motivos para confiar o no en mis argumentos.

Os avanzo que estoy vertiendo al castellano un texto de T. S. Eliot sobre “la importancia de los clásicos en la educación.” Quizás lo termine esta semana, si hay tiempo. Os gustará, aunque —como yo— haya opiniones que no compartáis: lo bueno de Eliot es que puedes o no estar de acuerdo pero desde luego no encontrarás banalidades.

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