Donde viven los monstruos

Hace unos días vi la película Hannah Arendt, que me gustó menos de lo que esperaba tras la gran cantidad de comentarios positivos que había leído y visto por doquier. La historia —para quien no la conozca— es de una profesora de filosofía judía, alemana, discípula (y más) de Martin Heidegger, que consigue ser la corresponsal de The New Yorker en el juicio del Nazi Adolf Eichmann, capturado por el Mosad en 1961 y ejecutado en 1962 en la horca. La película se centra en la idea central que Hannah Arendt tiene para explicar el comportamiento de Eichmann: cómo la falta de un pensamiento real en la persona —en este caso, el militar alemán juzgado— puede llevar a la comisión de cualquier acto, por malo, irracional y pernicioso que sea. En suma: cuando el hombre deja de pensar —y por “pensar”, Arendt entiende la producción ponderada de un juicio moral, no “hacer filosofía”—, cuando el hombre no piensa, el mal se banaliza y puede llegarse a cometer el crimen en serie, sin tener mayor conciencia que la de ser un engranaje en una máquina —la defensa de Eichmann consistía básicamente en decir “yo cumplía órdenes y hacía mi trabajo lo mejor posible”. Pena que ese “trabajo” consistiera en dirigir personas a los campos de exterminio.

No quería alargarme tanto en la explicación…

Poco antes de Navidad fue liberado Miguel Ricart, único condenado por el crimen de Alcasser. Uno de los periódicos de tirada nacional —no recuerdo cuál— publicó en portada su fotografía con el titular “La cara del diablo.”

Algunos lectores recordarán que en 1996, en Bélgica, se arrestó a Marc Dutroux, quien había raptado, torturado y abusado de seis niñas, a las cuales después asesinó. El caso creó una consternación sin igual en el país de Tintín y se calificó al criminal de “monstruo.”

Hace unos meses se conoció la terrible historia de tres mujeres que habían vivido secuestradas diez años en Cleveland bajo el terror de Ariel Castro, a quien la prensa no tardó en denominar el “monstruo de Cleveland.”

Podría poner más ejemplos de calificaciones subhumanas para criminales y asesinos pero estos me parecen bastantes.

Todos sentimos la necesidad de separarnos del mal. A ninguno de nosotros nos gustaría ser los autores de los terribles y degradantes actos que he mencionado. El mal —y, de manera especial, la violencia contra los débiles— nos repele y deseamos que nuestra persona no esté en ningún modo relacionada con él. Creo que es por esto por lo que, cuando descubrimos que un semejante ha cometido un crimen más allá de lo que podemos aceptar, preferimos segregarlo de la raza humana y considerarlo un animal, un monstruo, un demonio… Así, de alguna manera, limpiamos nuestras manos. Si no hiciéramos esto, nos veríamos en cierto modo como partícipes de esa sangre y sentiríamos lo que Macbeth tras matar al rey Duncan

Will all great Neptune’s ocean wash this blood
Clean from my hand? No, this my hand will rather
The multitudinous seas incarnadine,
Making the green one red.

¿Limpiará toda el agua del océano de Neptuno esta sangre
de mi mano? No, más bien mi mano
los enormes mares teñirá de carmín
tornando rojo aquél que es verde.

Nadie puede soportar el peso de todos los crímenes de la humanidad.

Y, sin embargo…

Honradez. Por encima de todo.

Sin embargo, hermano, has de reconocer, si quieres de verdad ser hombre, que el germen del mal está en ti. Que la posibilidad de verter la sangre de los inocentes se da en tu persona. Que, al fin y al cabo, no hay entre los hombres nadie a quien no puedas igualar y superar en el mal. Si entras en tu corazón entenderás que demonizar al criminal es un acto de cobardía, de miedo a reconocer la semejanza con ese a quien separas de tu raza.

Y el miedo elimina la libertad.

Solo el reconocimiento de que el hombre, yo, estoy a un paso de la bajeza Nazi —el asesinato masivo por “cumplir la ley”—, solo si soy capaz de reconocer esto, estoy en condiciones de preparame para el momento de la prueba: la ocasión de vulnerar al débil a cambio de un beneficio; la oportunidad de aprovecharme del servicio público para mi ascenso; el requerimiento para cumplir una ley injusta…

Solo si acepto que yo también llevo la semilla del mal, del mismo mal que ellos, estaré en condiciones de verlo cuando se presente, más allá de sus apariencias: “obedecer la ley”, “mejorar mi salario para mantener a mi familia”, “hacer lo que manda al jefe”, “conservar mi puesto de trabajo”, “un poco de diversión”…

Solo la honradez puede hacerme ver el mal antes de que empiece. La primera vez que Eichmann “actuó conforme a la ley” no parecía algo tan terrible. Estoy seguro de que la primera vez que los “monstruos” de que he hablado arriba se aprovecharon de otros, no fue algo tan sumamente abominable. El mal está a la puerta de la esquina. Empieza por un pequeño acto que “no importa mucho” y al cabo de los meses…

Reconócelo.

En una cita que es ya un lugar común, los escandalosos versos de Baudelaire se dirigen al lector recordándole que todo lo “terrible” que va a leer, al fin y al cabo, está en su propio corazón. Y que el peor de los males, el más monstruoso, es el aburrimiento, conocido por el lector:

Tu le connais, lecteur, ce monstre délicat,
—Hypocrite lecteur, —mon semblable, —mon frère!

Tú lo conoces, lector, este monstruo delicado,
—hipócrita lector, —mi semejante, —¡mi hermano!

Tu corazón, al fin y al cabo, es tan profundo y negro como el mío.

¿Te atreverás entonces a juzgarte mejor que tu hermano?

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