Perdón
Últimamente estoy dándole muchas vueltas a la realidad de la amistad —qué es, cómo se identifica, qué efectos tiene y cómo ha de ser cultivada, entre otras cosas. Por sugerencia, precisamente, de un amigo, leí hace un par de días el famoso de amicitia de Cicerón. Me alegro de no haberlo leído hasta ahora, pues no lo habría disfrutado como se merece —ahora mismo me precio de tener uno o dos amigos cercanos a lo que Lelio cuenta sobre su relación con Escipión Emiliano. Otra fuente interesante que descubrí hace un par de años y me impresionó es el tratado Sobre la amistad espiritual, que solo encontré en inglés —quizás porque no busqué lo suficiente. Esta obrita es casi solo un largo comentario cristiano a la de Cicerón y es notablemente ilustradora.
Pero no iba a hablar de la amistad en sí misma sino de un aspecto de las relaciones sociales que me parece que deberíamos redescubrir y poner en juego más a menudo: el perdón.
A lo largo de los años uno va hablando con muchas personas y de vez en cuando se encuentra, sin saber por qué, con que alguien le abre el corazón y le pone delante su alma. Esto, que considero un don impagable, me ha ocurrido varias veces. En una de esas ocasiones, hace tiempo, un señor —casado— me narraba las cosas que le había perdonado a su mujer —que no vienen al caso: lo que me dejó sorprendido, o mejor dicho, anonadado, fue cómo me lo contaba y cómo ese acto había hecho de él un mejor marido y llevado su matrimonio a una altura diferente. Y tuve una luz que podría resumir así:
Justamente en esto consiste el cielo: en perdonar y aceptar el perdón, y así estar aun más unidos a los que amas. No es “el lugar de los santos” sino “el lugar de los que han aceptado el perdón”.
Pues, querámoslo o no, el cielo no nos lo ganamos, se nos da por pura misericordia. Claro que esta es una idea cristiana, pero este post va a tener esta perspectiva. Espero en otro hablar de esto mismo sin mencionar la religión.
Una lectura —incluso superficial— de los Evangelios muestra que parte importante del mensaje de Jesús de Nazareth es el perdón. Primero de todo, el perdón que Dios otorga al arrepentido, que es quizás el principio fundamental de su mensaje de salvación: “Dios salva, pero no en el más allá, sino aquí, ahora”. Pero de manera inseparable —y esto queda claro en las “setenta veces siete”, por poner un simple ejemplo— el perdón como acto debido por parte de los seguidores de Cristo hacia sus “hermanos”.
El mensaje de Cristo no es sin más “para el más allá”, sino que es un mensaje de salvación “que ya ha ocurrido pero todavía no se ha manifestado del todo”. Y parte del mensaje es “esta salvación divina llega a través de cada uno de vosotros a los demás” —imagino que este tema aparecerá muchas veces en mis reflexiones. Así que el perdón forma parte del don que el cristiano ha recibido para llevar a los demás. Tu perdón es medio por el que Dios salva.
Si nos atenemos a los hechos —algo esencial para aprender—, si nos atenemos a los hechos, descubrimos que es imposible que nuestras relaciones con los demás sean siempre virtuosas. Nos equivocaremos, haremos daño voluntaria o involuntariamente, e incluso en algún caso, seremos desleales. ¿Marcan estos actos el final de nuestras relaciones? ¿No es más humano aceptar que todos somos frágiles y que lo dañado en el espíritu puede arreglarse? ¿No es verdad que dar y recibir el perdón puede reparar la desunión y llevar a un nivel nuevo una relación? ¿Desesperaremos de la amistad, del matrimonio para siempre, de la unión familiar? Es claro que no: el mundo sería un infierno. El perdón, la aceptación de nuevo que otro hace de mí tras una ofensa, nos salva de la solipsismo al que estamos abocados por nuestras propias fuerzas. Soy más hombre porque se me ha perdonado tanto…
Entiéndaseme: a veces una ofensa mostrará la personalidad de alguien bajo una nueva luz y hará imposible que el trato sea exactamente igual que antes —si yo descubro que mi amigo dirige un prostíbulo, quizás no conocía bien a esa persona y quizás no merezca mi amistad. A veces una ofensa puede perdonarse pero es de tal naturaleza que ha roto la confianza —que es un hilo sutil y frágil. Perdonar no implica olvidar, al contrario: para perdonar es preciso reconocer que alguien te ha ofendido. El perdón lleva a conseguir que esa ofensa no separe, no divida, no trunque. Y, si quien es perdonado acepta su culpa, entonces quizás aparezca una relación más real, por el conocimiento mutuo y la renovada y enriquecida aceptación.
Aceptar. Unir. Reparar. Estos son los verbos propios del hombre. Separar es la tarea del diablo.
Me parece que el problema de tanta ruptura —matrimonial, social y cultural— es la falta de perdón y la falta de petición de perdón. Me parece que en el tiempo en que vivimos, aparte de la poca reflexión, se da por supuesto que una ofensa es algo casi siempre irreparable y que deja una marca perenne. En fin, se concibe el rencor como algo natural e irremediable. Quien dice “perdono pero no olvido” realmente está diciendo “no te acerques más a mí”. Quien de verdad perdona, no olvida, pero no tampoco recrimina.
No pretendo que sea fácil.
Por otro lado, tú… ¿has pedido perdón?