La depresión miente

—Total, no vale para nada.

—No, no vale para nada.

—Nada de lo que haces vale para nada.

—Y, además, a nadie le importa.

—Bueno, nadie te quiere. En el fondo lo que hacen es disimular para no molestarte, pero no le importas nada a nadie.

—Es que, como no haces nada, ¿a quién le vas a importar?

—¿Quién te va a querer si lo que haces no vale para nada?

—Y encima todo el día que si estás cansado, que si no puedes, como un quejica. A ver si te pones a hacer algo de una vez. Ya te vale de llorar, hijo, que el mundo sigue girando.

—Sí, eso, porque no haces nada. Y lo que “haces” lo haces de pena. Y además, podría hacerlo cualquiera.

—Y tienes la culpa de todo lo que te pasa. Y del follón del otro día, también tienes la culpa.

—…

Este diálogo es real, y todos los personajes están hablándole a la misma persona. Este texto es una reflexión sobre ello. Un testimonio.

El individuo a quien se dirigen todos los actores es el enfermo depresivo. Los actores no son más que el mismo enfermo depresivo, su voz interior.

No es lo que la gente le dice. No es lo que su familia le dice. No es lo que sus amigos le dicen. Es obvio que tampoco es la realidad. Ese monólogo es lo que el deprimido oye todo el día en su interior. Quien no ha pasado por ello no sabe hasta qué punto eso puede cambiar tu vida. Tu humor. Tu ánimo. Tu esperanza.

Y lo más terrible de todo, es que no es él quien se dice esas cosas. Él no tiene fuerzas para decir nada. Es la depresión, quien lo dice.

Para entendernos: no es una “voz” como otras enfermedades, es la voz interior que todos tenemos pero a veinte decibelios y siempre en tono de culpa, reproche y desánimo, sin parar; todo el día.

[Comienza un testimonio]

Hace ya más de quince años, mientras estaba haciendo la tesis en Valladolid, terminé yendo al psiquiatra. Bueno, al principio no era un psiquiatra, era un médico más bien general —craso error, por mi parte, pero por aquel entonces era un enfermo novato. Luego ya sí fui al psiquiatra… Estuve tomando medicación durante unos seis años, más o menos. Entre medias leí la tesis, tuve un trabajo en Madrid, fui a Londres con una beca de investigación y recibí el golpe “moral” —por utilizar una palabra— que más me ha dolido de momento. Volví a España —Valladolid— sin trabajo, sin esperanzas laborales, sin ilusión. Y enormemente cansado. Quien no ha pasado por ahí no sabe lo que es la fatiga. Un agotamiento que se renueva cada día al despertar y que no desaparece hasta que, si Dios quiere, el sueño se apodera de ti. Pero es un sueño que no repara. Y la depresión sigue hablando.

He de dar gracias a Dios porque mi familia (en sentido estricto y amplio) me ayudó con infatigable paciencia, constancia y generosidad. Tras continuar la búsqueda de un médico adecuado —el último al que iba dejó de serme útil—, yendo incluso a Madrid, al final, en Asturias, en septiembre de 2003, encontré al que me ha sacado adelante. Mi primera conversación con él comenzó más o menos con mi aserto “no me veo trabajando en al menos cinco años”… En febrero de 2007 me di de alta como autónomo, con poca capacidad pero con una vida y unas perspectivas diferentes.

La Providencia ha demostrado otra vez su interés por mí y en 2009 me devolvió a la Universidad, sin yo esperarlo ni buscarlo, y de momento me mantiene ahí. Y: mi familia no tiene precio.

En la actualidad sigo con temporadas de altos y bajos. La última duró un mes y medio y ha sido relativamente reciente. Pero hay una diferencia: ahora sé que todo eso que oigo es mentira y sé que se pasará. Cuesta creérselo cuando uno está dentro, pero esa es la verdad: la depresión miente. Y, con ayuda, se pasa o al menos se sobrepasa.

[Fin del testimonio]

Si conoces a un amigo que lleva una temporada larga cansado, desganado, costándole salir con los demás, sin buen humor, fácilmente irritable, sin ilusiones profesionales ni hobbies, que no hace planes espontáneos, a quien le cuesta pasárselo bien y que rehúye el trato, entonces plantéate —si eres amigo suyo— que puede estar cerca, al borde o ya metido en una enfermedad y que necesita ayuda. Unos cuantos de esos síntomas prolongados en el tiempo deben hacerte encender las alarmas.

En un post que se comentó mucho en una página de noticias tecnológicas que sigo, el autor utilizaba la imagen de una “habitación ruidosa” en la que había estado metido hasta que comenzó a tomar medicación útil. Es una buena comparación: uno está oyendo continuamente una cacofonía a una sola voz y no puede salir de ahí. Hasta cierto punto, uno “sabe” que lo que dice esa voz es “falso” pero es un saber, como diría san Juan de la Cruz, en oscuridad total. Es un continuo retumbar de culpa, desagrado, disgusto, desgana, asco y rechazo de uno mismo. Y lo único que se puede hacer ante eso es llorar.

¡Pero si va a trabajar y cumple sus obligaciones!, pensará el lector.

Y, sí, por eso esa persona es tan digna de elogio, encomio, admiración y está tan necesitada de ayuda. Porque el momento terrible llega cuando ya no puede ir a trabajar. Cuando, poco a poco, va descuidando sus deberes. Cuando ya no tiene fuerzas ni para vivir sus obligaciones. Entonces es cuando la cacofonía empieza a convertirse en acusaciones insuperables:

—No cumples tu deber.

—Y encima te quejas.

—Y todo el día pensando que nadie te quiere. ¿Qué has hecho para que alguien te quiera?

—Si ni siquiera haces lo imprescindible…

Por eso necesita de tu ayuda antes de que eso suceda. Y tu ayuda es: animarle, animarle, animarle y animarle a que acuda a un psiquiatra de confianza. No le atosigues, sin embargo. Discierne. Pregunta. Piensa. Sé delicado. Que pueda decirte que no sin sentirse responsable. Si has de ser firme, sé firme. Pero sufre con él la firmeza.

Y si tienes confianza y piensas que un abrazo puede ayudarle, dáselo: su afectividad está totalmente alterada, necesita sentir tu amistad. Necesita sentir tu cariño para pedirte ayuda. Necesita sentir que no te molesta para pedirte que le sostengas.

Porque lo que oye en su interior está repitiendo lo contrario todo el día.

Y por favor, no le reproches que no busque ayuda: no puede ayudarse. No le reproches que no descanse: no sabe qué es descansar. No le reproches que no esté con los amigos: no tiene capacidad para ello. No le reproches nada porque ya lo hace la depresión mejor que tú pero tú puedes hacerle más daño. Acompáñale, estate con él, se tú quien tenga la iniciativa y, con paciencia eterna, ayúdale a que vaya al psiquiatra.

Y no dejes de decírtelo y de decírselo: le quieres y la depresión miente.

Y, con ayuda, la depresión se vence.

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