Las vísperas

Desde siempre —imagino, aunque no estoy seguro, que esto ya es tradición judía y aun más antigua— la Iglesia ha celebrado, de una manera u otra, la noche previa a las fiestas importantes. De hecho, la víspera tiene su interés porque es justamente su final lo que marca el comienzo del día singular, que merece ser celebrado “a solis ortu”.

Esto ha llevado a que incluso la sociedad civil occidental, heredera en tantos aspectos de la cultura cristiana, “celebre” —si es que puede decirse esto, ya que la celebración es un concepto eminentemente religioso—, “celebre” noches especiales de modo festivo. Ocurre así con la víspera del incio de año, fiesta “laica” por antonomasia (lo de Santa María Madre de Dios no es más que una piadosa cristianización, como lo era el Nombre de Jesús). Pero también se festeja la noche previa al 25 de diciembre, en España la tarde (y noche) anterior al 6 de enero, los días anteriores al miércoles de ceniza —sorprendente uso civil del calendario litúrgico…— e incluso la víspera de San Juan Bautista, como residuo del solsticio de verano. Y, por cierto, a ningún cristiano le parecen mal —o eso espero— ni la cabalgata ni la hoguera ni, dicho sea de paso, las fiestas con champán, cava y demás espíritus de fin de año.

En la Iglesia Romana, las solemnidades, así como los domingos, tienen unas vísperas específicas, como inicio adelantado de la celebración —puede decirse que el día de fiesta comienza con las vísperas, de ahí que “se pueda cumplir el precepto dominical el sábado por la tarde”: no es esto una concesión a la pereza, como algunos sostienen.

El caso es que el 31 de octubre es la víspera de Todos los Santos. En inglés tradicional, esto se dice —por ejemplo— “All Hallows eve”, que con el paso del tiempo terminó siendo “Halloween”; lo del “All Hallows” aparece muy al comienzo de “Asesinato en la Catedral”, de T. S. Eliot (a quien citaré, sin duda, muchas veces en estas reflexiones):

Who has stretched out his hand to the fire and remembered the saints at All Hallows […]

Así que esta celebración, tan notable en los países anglosajones, no es una “fiesta de los zombies” ni una noche de brujas de por sí. Es una fiesta de origen y sentido cristiano, al abrigo de Todos los Santos. La degeneración moderna no deja de ser una degeneración, pero tengo para mí que, si nos alegramos de la cabalgata de Reyes —en la que cada vez pueden verse más disfraces raros—, recristianizar la celebración de la tarde-noche del 31 de octubre, con su nombre, “Halloween” o “víspera de los Santos”, es una tarea que todos deberíamos asumir con satisfacción. Para poder hacerlo, aprendiendo de nuestros predecesores en la fe, hemos de aceptar que es una buena ocasión de celebrar.

Si así hiciéramos, los cristianos de tradición no anglosajona incorporaríamos a nuestra vida espiritual otro modo celebrativo que enriquecería y daría sentido a lo que “la gente hace”, aceptando una costumbre que nos pertenece, como tal. Y además, nuestros niños entenderían el porqué del jolgorio y hasta podrían ir aprendiendo a visitar los cementerios festivamente; no olvidemos que el primero de noviembre es una ocasión de alegrarse y esperar en la resurrección, no de “echar de menos a los seres queridos”.

La catequesis infantil —que comienza en la familia— es el lugar natural en el cual nuestros herederos descubrirán cómo y por qué celebrar “Halloween” como Dios manda: con alegría y con oración. Quizás esto sea una manera (más) de reevangelizar.

(He corregido algunos matices estilísticos).

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