Cicerón: De amicitia

Quinto Mucio el augur solía narrar muchas cosas sobre C. Lelio, su suegro, de memoria y agradablemente, y no dudar llamarlo sabio en toda conversación; yo, por otra parte, había sido llevado por mi padre junto a Escévola, tomada la toga viril, de tal manera que, hasta donde pudiera y se me permitiera, nunca me apartara del lado del anciano; y así, muchas cosas prudentemente disputadas por aquel, muchas cosas dichas también breve y convenientemente mandaba a mi memoria y me afanaba en llegar a ser más docto con su prudencia. Muerto este, me dirigí hacia el pontífice Escévola, el único de nuestra ciudad al cual me atrevo a llamar eminentísimo por ingenio y justicia. Pero de esto, en otro momento; ahora vuelvo al augur.

Recuerdo a menudo no sólo muchas cosas, sino también a aquel estando sentado en el hemiciclo de la casa, como solía, estando junto con él yo y unos pocos muy familiares, caer en aquella conversación que entonces, casualmente, estaba en boca de muchos. Pues recuerdas ciertamente, Ático, y más por esto, porque tratabas mucho con P. Sulpicio, cuando este tribuno de la plebe se apartara con odio capital de Q. Pompeyo, que entonces era cónsul, con quien había vivido muy unida y amantísimamente, cuán grande era o la admiración o la queja de los hombres.

Así, pues, como entonces Escévola hubiera caído en aquella misma mención, nos expuso la conversación de Lelio sobre la amistad tenida por él consigo y con su otro yerno, C. Fanio, hijo de Marco, pocos días después de la muerte del Africano. Mandé a mi memoria las sentencias de este debate, las cuales expuse en este libro a mi arbitrio; pues, presenté a estos mismos como hablantes, para que “digo” y “dice” no se interpusieran con bastante frecuencia, y para que la conversación pareciera ser tenida como por presentes públicamente.

Pues, como a menudo trataras conmigo que escribiera sobre la amistad algo, me pareció cosa digna no sólo del conocimiento de todos sino de nuestra familiaridad. Así pues, hice, no de mala gana, que, por tu ruego, resultara útil a muchos. Pero, como en Catón el Mayor, que fue escrito para ti sobre la vejez, presenté a un viejo Catón razonando, porque ninguna persona parecía más apta para hablar de aquella edad que la de aquel que había sido viejo muchísimo tiempo y en la misma senectud había florecido por encima de los demás, así, habiendo recibido de nuestros padres que la familiaridad de C. Lelio y P. Escipión había sido muy memorable, la persona de Lelio me pareció idónea para disertar sobre la amistad aquellas mismas cosas que Escévola recordaba haber sido razonadas por aquel. Pues este género de conversaciones puesto bajo la autoridad de hombres viejos, y estos ilustres, parece tener, no sé por qué pacto, más gravedad; así pues, yo mismo leyendo mis cosas, me impresiono alguna vez de manera que creo que habla Catón, no yo.

Pero, como entonces, viejo, escribí a un viejo acerca de la vejez, así en este libro, como el más amigo, escribí a un amigo acerca de la amistad. Entonces habló Catón, mayor que el cual casi nadie había en aquellos tiempos, nadie más prudente; ahora Lelio, sabio (pues así ha sido tenido) y excelente por la gloria de su amistad, hablará de amistad. Quisiera que tú apartaras un poco tu atención de mí, que pensaras que habla Lelio en persona. C. Fanio y Q. Mucio llegan ante su suegro después de la muerte del Africano; por estos surge la conversación, responde Lelio, cuyo razonamiento es todo sobre la amistad, leyendo el cual tú mismo te conocerás.

Fanio: Esas cosas son así, Lelio; pues ningún hombre hubo mejor que el Africano ni más ilustre. Pero debes considerar que los ojos de todos están dirigidos hacia ti solo; te llaman y consideran sabio. Esto se atribuía hace poco a M. Catón; sabemos que L. Acilio entre nuestros padres fue llamado sabio; pero cada uno de un modo distinto, Acilio, porque se pensaba que era versado en derecho civil, Catón, porque tenía experiencia de muchas cosas; se contaban muchas cosas de él en el senado y en el foro ya previstas prudentemente ya hechas firmemente ya respondidas agudamente; por esto ya tenía en su vejez, por así decirlo, el sobrenombre de sabio.

Pero decimos que tú eres sabio de algún otro modo no sólo por tu naturaleza y costumbres, sino también por tu estudio y ciencia, y no como el vulgo, sino como los eruditos suelen llamar sabio, como a nadie en Grecia (pues quienes procuran saber esas cosas más sutilmente no tienen en el número de sabios a aquellos que son llamados “los siete”). Hemos oído decir que en Atenas sólo uno fue juzgado sapientísimo, y este ciertamente incluso por el oráculo de Apolo; estiman que esta sabiduría está en ti, de modo que consideres que todas tus cosas han sido puestas en ti y creas que los sucesos humanos son inferiores a la virtud. Y así, me preguntan, creo igualmente a Escévola, de qué manera llevas la muerte del Africano, y más por esto, porque en las pasadas Nonas, como hubiéramos ido a los jardines de D. Bruto el augur para reflexionar, como es costumbre, no estuviste tú, que siempre acostumbraste a respetar aquel día fijado y aquella obligación.

Escévola: Lo preguntan ciertamente, C. Lelio, muchos, como ha sido dicho por Fanio, pero yo respondo aquello que constaté: que tú llevas moderadamente el dolor, que recibiste con la muerte no sólo de un hombre excelente sino también muy amigo y que no pudiste no conmoverte ni esto hubiera sido propio de tu humanidad; pero respondo que la causa de que en las Nonas no estuviste en nuestra reunión fue tu salud, no la tristeza.

Lelio: Tú ciertamente dices bien y verdaderamente, Escévola; pues ni debí ser apartado por mi desgracia de ese deber, que siempre ejercí, teniendo buena salud, ni en ningún caso considero que pueda acontecer a un hombre constante esto: que se haga alguna interrupción del deber.

Pero tú, Fanio, porque dices que se me atribuye tanto cuanto yo ni reconozco ni pido, actúas amistosamente; pero, según me parece, no juzgas rectamente sobre Catón; pues o nadie fue sabio, lo que ciertamente más creo, o si alguno hubo, fue aquel. ¡De qué modo, para omitir otras cosas, llevó la muerte de su hijo! Recordaba yo a Paulo, había visto a Galo, pero estos en el caso de niños, Catón en el caso de un hombre hecho y probado.

Por esta cosa, no antepongas a Catón ni siquiera a ese mismo que Apolo, según dices, juzgó como sapientísimo; pues de este los hechos, de aquel los dichos se alaban. En cambio, sobre mí, según hable con cada uno de vosotros, así pensad.

Si negara que yo me conmuevo por nostalgia de Escipión, cuán rectamente esto yo haga, los sabios habrán de ver; pero ciertamente mentiría. Pues me conmuevo privado de un amigo de tal clase cual, según creo, nadie nunca será, según puedo confirmar, nadie ciertamente fue; pero no necesito medicina, yo mismo me consuelo y especialmente con el alivio de que carezco de aquel error por el que muchos suelen angustiarse por la muerte de los amigos. Pienso que nada malo le sucedió a Escipión; si algo malo le sucedió, a mí me sucedió; pues angustiarse gravemente por sus propias desgracias es propio del que ama no al amigo sino a sí mismo.

Pero ¿quién negará que se ha actuado preclaramente con aquel? Pues, a no ser que, lo que él no pensaba de ningún modo, quisiera desear la inmortalidad, ¿qué no consiguió que le fuera a un hombre lícito desear? Éste la grandísima esperanza de los ciudadanos, que ya habían mantenido de él, siendo un niño, la sobrepasó al instante, siendo un adolescente, por su increíble valor. Éste nunca pidió el consulado, fue hecho cónsul dos veces, primero antes de tiempo, luego a su tiempo para él, casi tarde para la república, el cual, destruidas las dos ciudades más enemigas para este imperio, borró las guerras, no sólo presentes sino también futuras. ¿Qué diré de sus costumbres afabilísimas, de su piedad hacia su madre, de su generosidad hacia sus hermanas, de su bondad hacia los suyos, de su justicia hacia todos? Conocidas son para vosotros. Pues cuán querido fue para la ciudad, se reveló en la tristeza de su funeral. ¿Qué, pues, le hubiera podido favorecer la añadidura de unos pocos años? En efecto, la vejez, aunque no sea grave, como recuerdo que Catón disertaba en el año antes de morir conmigo y con Escipión, sin embargo, quita aquel vigor en el cual todavía ahora Escipión estaba.

Por este hecho su vida fue ciertamente de tal clase que nada pudiese añadírsele o por fortuna o por gloria, pues la celeridad le quitó la sensación de morir; de este género de muerte es difícil hablar; veis qué sospechan los hombres; sin embargo, es verdaderamente lícito decir esto, que para P. Escipión de los muchos días, que había visto en su vida celebérrimos y muy dichosos, fue el día más glorioso aquel cuando, disuelto el senado, fue llevado a su casa al atardecer por los padres conscriptos, el pueblo romano, los aliados y latinos, el día antes de salir de la vida, de modo que desde tan alto grado de dignidad parece haber llegado a los dioses de arriba más bien que a los de abajo.

Y, en efecto, no estoy de acuerdo con aquellos que recientemente comenzaron a disertar estas cosas, que los espíritus mueren simultáneamente con los cuerpos y que todas las cosas se borran con la muerte; vale más ante mí la autoridad de los antiguos, o la de nuestros mayores, que atribuyeron a los muertos derechos tan religiosos, lo cual no hubiesen hecho ciertamente, si pensaran que nada les pertenecía, o la de aquellos que estuvieron en esta tierra e instruyeron con sus instituciones y preceptos a la Magna Grecia, que ahora ciertamente ha sido destruida, pero entonces florecía, o la de aquel que fue juzgado como el más sabio por el oráculo de Apolo, el cual no decía unas veces esto, otras aquello, sino, como en la mayoría de las veces, siempre una misma cosa, que los espíritus de los hombres son divinos y que la vuelta al cielo estaba abierta para ellos, cuando hubiesen salido de su cuerpo, expeditísima para todos los más buenos y justos. Esto mismo parecía a Escipión.

Este ciertamente, como si lo presintiera, muy pocos días antes de su muerte, como Filo y Manlio y otros más estuviesen presentes, y tú también, Escévola, hubieses venido conmigo, disertó durante tres días sobre la república; el final de esta disertación fue poco más o menos sobre la inmortalidad de las almas, cosas que decía que él había oído del Africano, en un descanso, por medio de una visión. Si esto es así, que el espíritu de todos los óptimos en la muerte facilísimamente salga volando como de una prisión y de las cadenas del cuerpo, ¿para quién pensamos que el camino hacia los dioses fue más fácil que para Escipión? En consecuencia, estar triste por este desenlace suyo temo que sea propio de un envidioso más que de un amigo. Pero si, en cambio, aquellas cosas son más verdaderas, que la muerte de los espíritus y la de los cuerpos es la misma y que no permanece sensación alguna, así como nada bueno hay en la muerte, así ciertamente nada malo; pues, perdido el sentido, sucede lo mismo como si no hubiese nacido en absoluto; sin embargo, de que este haya nacido, no sólo nosotros nos alegramos, sino que también esta ciudad, mientras exista, se alegrará.

Por lo cual, con él ciertamente, como dije arriba, se ha actuado muy bien, conmigo más desagradablemente, porque hubiera sido más justo que, como había entrado antes, así saliera antes de la vida. Pero, sin embargo, gozo con el recuerdo de nuestra amistad, de tal manera que me parece haber vivido dichosamente, porque he vivido con Escipión, con el que tuve cuidado concorde de la cosa pública y de la privada, con el que la casa y la milicia fue común y, aquello en lo que está toda la fuerza de la amistad, el sumo consenso de voluntades, aficiones, pareceres. Así, pues, no me deleita tanto esa fama de sabiduría, que Fanio recordó hace poco, particularmente falsa, como que espero que el recuerdo de nuestra amistad será sempiterno, y tengo más cariño a esto, porque de todos los siglos apenas se nombran tres o cuatro parejas de amigos; me parece oportuno esperar que la amistad de Escipión y de Lelio será conocida para la posteridad dentro de este tipo.

Fanio: Eso ciertamente, Lelio, así es necesario. Pero, puesto que hiciste mención de la amistad y estamos ociosos, harás algo muy agradable para mí, igualmente espero para Escévola, si, como sueles sobre las demás cosas, cuando se te pregunta, disertas así qué sientes sobre la amistad, de qué clase la consideras, qué preceptos das.

Escévola: Para mí, en verdad, será grato; y, cuando intentaba yo tratar esto mismo contigo, Fanio se me adelantó. Por la cual, harás algo absolutamente grato para cada uno de nosotros.

Lelio: Yo verdaderamente no pondría reparos, si yo mismo confiara en mí; pues, la cosa es preclara, y estamos, como dijo Fanio, ociosos. Pero ¿quién soy yo? o ¿qué talento hay en mí? Esa costumbre es propia de doctos, y de los griegos, de tal manera que se les puede proponer a ellos algo sobre lo que diserten, aunque sea súbitamente; la empresa es grande y necesita de práctica no pequeña. Por lo que opino que pidáis las cosas que pueden ser disertadas sobre la amistad a aquellos que se dedican esas cosas; yo sólo puedo exhortaros a que antepongáis la amistad a todas las cosas humanas; pues nada es tan apropiado a la naturaleza, tan conveniente a las cosas bien favorables bien adversas.

Pero primero siento esto: que la amistad no puede existir a no ser entre los buenos; y no corto esto a lo vivo, como aquellos que disertan sobre estas cosas demasiado sutilmente, quizá con verdad, pero poco útil para la comunidad; pues niegan que algún hombre sea bueno si no es sabio. Sea así sin duda; pero se refieren a aquella sabiduría que todavía nadie mortal consiguió; en cambio, nosotros debemos mirar a aquellas cosas que están en el uso y en la vida común, no a aquellas que se imaginan o se desean. Nunca diré yo que C. Fabricio, M. Curio y Tib. Coruncanio, a los que nuestros mayores juzgaban sabios, fueron sabios según la norma de ésos. Por lo cual, tengan para sí el nombre de sabiduría, envidioso y oscuro; concedan que éstos fueron varones buenos. Pero ni siquiera esto harán, negarán que esto pueda ser concedido a no ser al sabio.

Vayamos pues, como dicen, con una pingüe Minerva (llanamente). Los que se portan así y viven de tal manera que se compruebe su fidelidad, integridad, equidad, liberalidad, y no haya en ellos deseo alguno, libido, audacia, y sean de gran constancia, como fueron aquellos que nombré hace poco, pensemos que éstos también deben ser llamados hombres buenos, así como fueron considerados; porque, cuanto pueden los hombres, siguen a la naturaleza, la mejor guía del vivir bien. Pues así me parece percibir que nosotros hemos nacido de tal manera que entre todos hubiera una cierta sociedad; pero mayor según cada uno se acercase más próximamente. Y así los ciudadanos son preferibles a los extranjeros, los parientes, a los ajenos; pues la propia naturaleza parió la amistad con éstos; pero esta no tiene bastante firmeza. Pues la amistad aventaja al parentesco por esto, porque del parentesco la benevolencia puede quitarse, de la amistad no puede; pues, quitada la benevolencia, se quita el nombre de amistad, permanece el del parentesco.

Pero cuánta es la fuerza de la amistad puede entenderse especialmente a partir de esto, porque, de la infinita sociedad del género humano, la cual concilió la propia naturaleza, este hecho se ha contraído y reducido a algo estrecho, de tal manera que todo amor se juntara o entre dos o entre pocos.

Pues la amistad no es otra cosa a no ser el acuerdo de todas las cosas divinas y humanas con benevolencia y amor; ciertamente no sé si, exceptuada la sabiduría, algo mejor que esta se dio al hombre por los dioses inmortales. Unos anteponen las riquezas, otros la buena salud, otros el poder, otros los honores, muchos incluso los placeres. Esto último ciertamente es propio de las bestias, pero aquellas cosas anteriores son caducas e inciertas, puestas no tanto en nuestras determinaciones cuanto en la temeridad de la fortuna. Pero los que ponen el sumo bien en la virtud, ellos ciertamente hacen muy bien, pero esta misma virtud engendra y contiene la amistad y la amistad no puede existir sin la virtud de ningún modo.

Entendamos ya la virtud a partir del modo habitual de vivir y de nuestro lenguaje y no la midamos, como ciertos doctos, por la magnificencia de las palabras y contemos como varones buenos a aquellos que así son tenidos: Paulos, Catones, Galos, Escipiones y Filos; la vida común está contenta con éstos; en cambio, omitamos a aquellos que en verdad en ningún lugar se encuentran. Así pues, una amistad de tal clase entre estos varones tiene tan grandes oportunidades cuantas apenas puedo decir.

En primer lugar, ¿cómo puede ser, como dice Enio, ‘vivible’ una vida que no descansa en la mutua benevolencia de un amigo? ¿Qué más dulce que tener con quien te atrevas a hablar todas las cosas así como contigo? ¿Qué fruto tan grande habría en las cosas prósperas, si no tuvieras quien se alegrara con ellas igual que tú mismo? Y sería difícil sobrellevar las adversas sin aquel que las sobrellevara más gravemente incluso que tú. Finalmente, las demás cosas que se desean son convenientes cada una casi para cosas singulares: las riquezas, para que las uses, el poder, para que seas respetado, los cargos, para que seas alabado, los placeres, para que goces, la salud, para que carezcas de dolor y cumplas con las obligaciones del cuerpo; la amistad contiene muy grandes cosas; a donde quiera que te vuelvas, está al alcance de la mano, de ningún lugar se excluye, nunca es intempestiva, nunca molesta, y así, no usamos, como dicen, del agua, no del fuego, en más lugares que de la amistad. Y no hablo ahora de la vulgar o de la mediocre, que, sin embargo, por sí misma deleita y aprovecha, sino de la verdadera y perfecta, cual fue la de aquellos pocos que se nombran. Pues la amistad hace no sólo más espléndidas las cosas favorables, sino también más ligeras las adversas, compartiéndolas y poniéndolas en común.

Por un lado, la amistad contiene muchísimas y grandísimas ventajas, por otro supera ciertamente a todas, porque hace brillar una buena esperanza para el futuro y no permite que los espíritus se debiliten o decaigan. Pues quien contempla a un verdadero amigo, contempla como un retrato de sí mismo. En consecuencia, los ausentes están presentes y los necesitados tienen abundancia y los débiles están fuertes, y, lo que es más difícil de decir, los muertos viven; tan gran honor, recuerdo, añoranza de los amigos los sigue. Por esto la muerte de aquellos parece dichosa, la vida de éstos laudable. Y si quitaras de la naturaleza de las cosas la unión de la benevolencia, ni casa alguna, ni ciudad podría mantenerse en pie, ni siquiera el cultivo del campo permanecería. Si esto se comprende menos, puede percibirse cuán grande es la fuerza de la amistad y de la concordia por las disensiones y por las discordias, Pues ¿qué casa es tan estable, qué ciudad tan firme que no pueda ser derribada desde los cimientos por los odios y divisiones? A partir de esto puede juzgarse cuánto bien hay en la amistad.

Cuentan incluso que un tal docto varón agrigentino vaticinó en versos griegos que las cosas que permanecían juntas en la naturaleza de las cosas y en todo el mundo y las cosas que se movían, las estrechaba la amistad, las disipaba la discordia. Y esto, ciertamente, todos los mortales lo entienden y lo aprueban de hecho. Y así, si alguna vez algún deber de amigo se manifestó en afrontar o compartir los peligros, ¿quién hay que no divulgue esto con máximas alabanzas? ¡Qué clamores en toda la gradería del teatro recientemente en la nueva obra de mi huésped y amigo M. Pacuvio, cuando, ignorando el rey cuál de los dos era Orestes, Pílades decía que él era Orestes, para que fuera matado en lugar de aquél, y, en cambio,Orestes, como así lo era, insistía en decir que él era Orestes! Estando de pie aplaudían en una cosa fingida; ¿qué pensamos que habrían hecho en una verdadera? Fácilmente, la propia naturaleza indicaba su fuerza, cuando los hombres juzgaban que se hacía rectamente en otro aquello que ellos mismos no podían hacer.

Hasta aquí me parece que he podido decir qué sentía sobre la amistad; si hay algunas cosas además (pues creo que hay muchas), preguntadlas a aquellos que tratan de esas cosas, si os parece.

Fanio: En cambio, nosotros mejor te las preguntamos a ti; aunque también a ésos frecuentemente pregunté y los oí no a disgusto ciertamente; pero el hilo de tu discurso es otro.

Escévola: Dirías esto todavía más, Fanio, si hace poco hubieses estado presente en los jardines de Escipión, cuando se trató sobre la república. ¡Qué gran defensor de la justicia fue entonces contra el cuidado discurso de Filo!

Fanio: Para un varón justísimo, esto, defender la justicia, fue ciertamente fácil.

Escévola: ¿Y qué? ¿Acaso defender la amistad no será fácil para aquel que ha alcanzado máxima gloria por haberla guardado con suma fidelidad, constancia y justicia?

Lelio: Esto ciertamente es hacerme violencia, Pues ¿qué importa de qué manera me obliguéis? Ciertamente me obligáis. Pues no sólo es difícil sino también ni siquiera justo oponerse a los deseos de los yernos, especialmente en una cosa buena.

Así pues, a mí, que pienso muy a menudo sobre la amistad, suele parecerme que debe ser considerado especialmente esto: si la amistad fue deseada a causa de la debilidad y la necesidad, para que, dando y recibiendo favores, cada uno recibiera de otro y devolviera, a su vez, aquello que pudiera menos él mismo por sí, o si esto era ciertamente propio de la amistad, pero había otra causa más antigua y más bella y surgida más de la propia naturaleza. Pues el amor, del cual la amistad tomó nombre, es lo principal para unir la benevolencia. Pues las ventajas se perciben ciertamente también a menudo de aquellos que son tratados con simulación de amistad y son respetados a causa del momento, en cambio, en la amistad nada es fingido, nada simulado, y cualquier cosa que haya, esta es verdadera y voluntaria.

Por lo cual, la amistad me parece surgida más bien de la naturaleza que de la indigencia, más por la aplicación del espíritu con un cierto sentido de amar que por el pensamiento de cuánta utilidad aquella cosa va a tener. De qué clase es ciertamente esto, incluso entre ciertas bestias puede advertirse, las cuales del tal modo aman, un cierto tiempo, a los nacidos de ellas y son amadas por éstos de tal modo que su sentimiento aparece fácilmente. Esto en el hombre es mucho más evidente, primero por aquel afecto que hay entre hijos y padres, que no puede romperse a no ser con un crimen detestable; luego, cuando surgió un sentimiento de amor semejante, si hemos encontrado a alguien con cuyas costumbres y naturaleza coincidamos, porque nos parezca percibir en él como alguna luz de probidad y virtud.

Nada hay, en efecto, más amable que la virtud, nada que incite más a amar, porque ciertamente amamos, de algún modo, a causa de la virtud y probidad también a aquellos que nunca vimos. ¿Quién hay que no mencione el recuerdo de C. Fabricio y M. Curio, a quienes nunca vio, con algún afecto y benevolencia? En cambio, ¿quién hay que no odie a Tarquinio el Soberbio, a Esp. Casio y a Esp. Melio? Se combatió por el imperio en Italia con dos generales, Pirro y Aníbal; no tenemos los espíritus demasiado alejados de uno a causa de su probidad, pero esta ciudad odiará siempre al otro a causa de su crueldad.

Porque si la fuerza de la probidad es tan grande que la amamos ya en aquellos que nunca vimos, ya, lo cual es más grande, incluso en el enemigo, ¿qué hay de admirable si los espíritus de los hombres se conmueven cuando creen percibir la virtud y la bondad de aquellos con los cuales pueden estar unidos por el trato? Aunque el amor se confirma no sólo por el beneficio recibido sino también por el deseo experimentado y por el trato disfrutado, añadidas estas cosas a aquel primer movimiento del espíritu y del amor, se enciende una cierta admirable grandeza de benevolencia. Si algunos piensan que esta surge de la debilidad, para que haya por quien se consiga lo que cada uno desee, dejan para la amistad, por decirlo así, un nacimiento ciertamente humilde y mínimamente noble, al querer que haya nacido de la miseria y la indigencia. Si esto fuera así, cuanto cada uno pensara que había lo menos en sí, tanto sería el más apto para la amistad; lo cual es muy de otro modo.

Pues, cuanto cada uno confía lo más en sí, y cuanto cada uno está provisto en sumo grado de virtud y sabiduría, de tal manera que de ninguno necesite y juzgue que todas sus cosas están puestas en sí mismo, tanto sobresale en sumo grado en buscar amistades y cultivarlas. Pues ¿qué? ¿El Africano necesitando de mí? ¡De ningún modo, por Hércules! y ni siquiera yo de él; sino que yo le quise por cierta admiración a su virtud, él, a su vez, quizás por alguna opinión que tenía de mis costumbres; el trato mutuo aumentó la benevolencia. Pero aunque muchas y grandes ventajas se consiguieron, sin embargo, las causas de querernos no surgieron de la esperanza de aquéllas.

Pues, como somos bienhechores y generosos, no para exigir gratitud (pues ni prestamos a rédito un beneficio, sino que somos propensos por naturaleza a la generosidad), así pensamos que la amistad debe ser buscada, no llevados por la esperanza de recompensa, sino porque todo su fruto está en el amor mismo.

De estos que, a manera de bestias, remiten todas las cosas al placer, disienten mucho, y no es extraño; pues nada elevado, nada magnífico y divino pueden contemplar, quienes rebajaron todos sus pensamientos a cosa tan baja y tan despreciable. Por lo cual, apartemos a éstos ciertamente de esta conversación, nosotros mismos, en cambio, comprendamos que el sentimiento de amar y la ternura de la benevolencia se engendran por la naturaleza, hecho el conocimiento de la probidad. Los que la desearon, se aplican y mueven más cerca, para disfrutar del trato y de las costumbres de aquel al que comenzaron a amar, y ser semejantes e iguales en el amor, y más propensos a merecer bien que a reclamarlo, y esta honrosa competición se hace entre ellos. Así las máximas ventajas se cosecharán de la amistad, y el nacimiento de ella será más noble y más verdadero de la naturaleza que de la debilidad. Pues, si la utilidad conglutinara amistades, ella misma las disolvería, cambiada; mas porque la naturaleza no puede mudarse, por eso las verdaderas amistades son sempiternas. Veis ciertamente el nacimiento de la amistad, a no ser que quizá queráis decir algo a estas cosas.

Fanio: Tú, ciertamente, sigue, Lelio; pues respondo, según mi derecho, por éste, que es menor por nacimiento.

Escévola: Tú, en verdad, hablas rectamente; por ello, oigamos.

Lelio: Oid pues, buenísimos varones, aquellas cosas que muy frecuentemente se trataban entre Escipión y yo sobre la amistad. Aunque ciertamente él decía que nada era más difícil que el que la amistad permaneciera hasta el último día de vida. Pues decía que sucedía a menudo o que no conviniera lo mismo, o que no se sintiera lo mismo sobre la cosa pública; que a menudo también las costumbres de los hombres se mudaban, unas veces por las cosas adversas, otras por la edad que se va haciendo pesada. Y tomaba ejemplo de estas cosas a partir de la semejanza con la edad que empieza, porque los mayores amores de los niños se dejaban frecuentemente junto con la toga pretexta.

Pero que si, por el contrario, los habían prolongado hasta la adolescencia, sin embargo se rompían a veces por una disputa o de índole matrimonial, o de alguna ventaja, porque uno y otro no podían alcanzar lo mismo. Y que si algunos habían avanzado más lejos en la amistad, sin embargo se derrumbaba frecuentemente si caían en lucha de honor; pues decía que ninguna peste mayor había en las amistades que el deseo de dinero en la mayoría de los casos y la rivalidad de honor y de gloria en todos los mejores; de esto que las mayores enemistades habían surgido frecuentemente entre los más amigos.

Decía que también grandes separaciones y la mayoría justas nacían cuando algo que no era recto se pedía de los amigos: o que fueran servidores del deseo o colaboradores para una injuria; porque los que rechazaban, aunque hacían esto honestamente, sin embargo eran acusados de abandonar el derecho de la amistad por aquellos con quienes no querían condescender. En cambio, que aquellos que atrevían a pedir cualquier cosa de un amigo, confesaban con la misma petición que ellos harían todas las cosas por causa de un amigo. Que por la queja de estos solían no sólo extinguirse amistades inveteradas, sino también generarse odios sempiternos. Que estas muchas cosas como hados amenazaban a las amistades de tal modo que decía que evitarlas todas le parecía no sólo sabiduría, sino también suerte.

Por ello, veamos, si os place, primero esto: hasta qué grado debe avanzar el amor en la amistad. ¿Acaso, si Coriolano tuvo amigos, ellos debieron llevar las armas contra la patria con Coriolano? ¿Acaso los amigos debieron ayudar a Vicelino que deseaba el reino, acaso a Melio?

Veíamos ciertamente a Tib. Graco vejando la república, abandonado por Q. Tuberón y por sus amigos de la misma edad. En cambio, C. Blosio Cumano, huésped de vuestra familia, Escévola, habiendo venido ante mí, que estaba presente en el consejo a los cónsules Lenas y Rupilio, a suplicarme, alegaba esta causa para que le perdonara: que había estimado tanto a Tib. Graco que pensaba que debía ser hecho por él todo lo que aquél quisiera. Entonces yo: “¿Acaso también, si quisiera que tú llevaras antorchas contra el Capitolio?” “Nunca”, dijo, “hubiera querido esto ciertamente; pero, si lo hubiera querido, hubiera obedecido.” Veis, ¡cuán abominables palabras! Y, por Hércules, así lo hizo, o más incluso de lo que dijo; pues aquel no obedeció la temeridad de Tib. Graco sino que estuvo al frente, y no se mostró compañero de su locura, sino guía. Y así, con esta locura, huyó a Asia aterrorizado por una nueva investigación, se dirigió a los enemigos, pagó castigos graves y justos a la república. No es, pues, ninguna excusa del pecado, si has pecado por causa de un amigo; pues, porque la idea de la virtud ha sido la conciliadora de la amistad, es difícil que la amistad permanezca, si te has apartado de la virtud.

Porque si estableciéremos como recto bien conceder a los amigos lo que quieran, bien conseguir de ellos lo que queramos, seríamos ciertamente de una sabiduría perfecta, si la cosa nada tuviera de malo; pero hablamos de aquellos amigos que están ante nuestros ojos, a los que vimos o de los que hemos recibido el recuerdo, a los que la vida común conoce. De este número deben ser tomados por nosotros los ejemplos, y, principalmente por cierto del de aquellos que están muy cerca de la sabiduría.

Vemos que Papo Emilio fue íntimo amigo de C. Luscino (así lo recibimos de nuestros padres), dos veces cónsules juntamente, colegas en la censura; asimismo se ha transmitido a la memoria que Manio Curio y Tib. Coruncanio estuvieron unidísimos con aquéllos y entre sí. Pues bien, ni siquiera podemos sospechar que alguno de estos haya pretendido algo de un amigo, que fuese contra la fidelidad, contra el juramento, contra la república. Pues ¿qué interés tiene, ciertamente, decir que, entre hombres de tal clase, si hubiese pretendido esto, no lo habría conseguido? porque ellos fueron hombres rectísimos, y porque, a su vez, es igualmente lícito hacer algo que se ha pedido de tal clase y también pedirlo. Pero verdaderamente seguían a Tib. Graco C. Carbón, C. Catón, y, entonces ciertamente de ningún modo, el hermano de Cayo, ahora el más acérrimo.

Así pues, sanciónese esta ley en la amistad, que ni roguemos cosas vergonzosas ni, rogados, las hagamos. Pues la excusa es vergonzosa y de ningún modo debe ser recibida, ya en los demás pecados, ya si alguno confiesa que él ha actuado contra la república a causa de un amigo. En efecto, Fanio y Escévola, hemos sido colocados en tal lugar, que conviene que nosotros preveamos de lejos los avatares futuros de la república. La costumbre de nuestros mayores se desvió ya un poquito del espacio y de la carrera.

Tib. Graco intentó ocupar el reino, o mejor, reinó éste ciertamente unos pocos meses. ¿Acaso el pueblo romano había oído o había visto algo semejante? Sus amigos y parientes, siguiéndolo incluso después de su muerte, no puedo decir sin lágrimas qué hicieron en la persona de P. Escipión. Pues resistimos a Carbón del modo que pudimos, a causa del reciente castigo a Tib. Graco; pero no me agrada augurar qué puedo esperar del tribunado de C. Graco. En seguida, el mal se desliza; este resbala en declive hacia la ruina, tan pronto como empieza. Veis cuán gran destrucción se hizo ya antes en la tablilla (de las proscripciones), primero con la ley gabinia, y efectivamente dos años después con la casia. Ya me parece ver al pueblo separado del senado, que las cosas más importantes se llevan al arbitrio de la multitud. Pues muchos aprenderán de qué modo se hacen estas cosas, más que de qué modo se resiste a ellas.

¿Con qué motivo digo estas cosas? Porque nadie intenta algo de tal clase sin aliados. Se debe prevenir, pues, a los buenos que, si, ignorantes, cayeran por algún azar en amistades de este tipo, no se consideren tan ligados que no se puedan apartar de los amigos que pecan en contra de una gran república; pero un castigo debe ser establecido para los malvados, y no, en verdad, menor para aquellos que siguieron a otro, que para aquellos que hayan sido ellos mismos jefes de la impiedad. ¿Quién más ilustre en Grecia que Temístocles, quién más poderoso? Éste, general en la guerra persa, como hubiese liberado a Grecia de la servidumbre y, a causa de la envidia, hubiese sido expulsado al destierro, no soportó la injusticia de su ingrata patria, aunque debió sobrellevarla, hizo lo mismo que veinte años antes Coriolano había hecho entre nosotros. Nadie fue encontrado como ayudante de éstos contra la patria; y así ambos se dieron la muerte.

Por lo cual, tal consenso de malvados no sólo no debe ser encubierto con la excusa de la amistad, sino más bien debe ser castigada con todo suplicio, para que ninguno piense que le está concedido seguir a un amigo incluso al que hace guerra a la patria; esto ciertamente, según la cosa comenzó a marchar, no sé si no sucederá algún día. Pero para mi no me sirve de menor preocupación cómo será la república después de mi muerte, que cómo es hoy.

Así pues, sanciónese esta como la primera ley de la amistad: que pidamos de los amigos cosas honestas, que hagamos cosas honestas a causa de los amigos, que ni siquiera esperemos hasta que seamos rogados; que esté presente siempre el afán, ausente la lentitud; que osemos, ciertamente, dar consejo libremente. Que valga muchísimo en la amistad la autoridad de los amigos que aconsejan bien, y ésta se emplee para amonestar no sólo abiertamente sino también duramente, si la cosa lo pide, y se obedezca a la autoridad admitida.

Pues opino que algunas cosas admirables agradaron a algunos, que oigo que fueron considerados sabios en Grecia, (pero nada hay que ellos no persigan con sus argucias): por una parte, que las excesivas amistades deben ser rehuidas, para que no sea necesario que uno esté solícito por muchos; que cada uno tiene bastante y de sobra con sus cosas propias; que es molesto implicarse demasiado con las otras ajenas; que es lo más cómodo tener las riendas de la amistad lo más flojas posible, para que o las recojas, cuando quieras, o las sueltes; que la seguridad, en efecto, es lo principal para vivir bien, de la que el espíritu no puede disfrutar, si uno en cierto modo está de parto por muchos.

Pero comentan que otros dicen incluso mucho más inhumanamente (lugar que traté brevemente poco antes) que las amistades deben ser buscadas a causa de la defensa y de la ayuda, no de la benevolencia ni del afecto; y así que, según cada uno tuviera lo mínimo de firmeza y lo mínimo de fuerzas, así intentara alcanzar especialmente las amistades; que por esto sucede que las mujercillas buscan la protección de las amistades más que los hombres, y los indigentes, más que los opulentos, y los calamitosos, más que aquellos que se consideran dichosos.

¡Oh preclara sabiduría! Pues parecen quitar el sol del mundo quienes quitan la amistad de la vida, nada mejor que la cual tenemos de los dioses inmortales, nada más agradable. Pues ¿cuál es esa tranquilidad? Atrayente ciertamente por su aspecto, pero, en efecto, digna de ser repudiada en muchos lugares. Pues no es consecuente o no emprender alguna cosa honesta o alguna acción, para que no estés solícito, o abandonarla, una vez emprendida. Porque si huimos de la preocupación, ha de ser rehuida la virtud, la cual es necesario que desprecie con alguna preocupación las cosas contrarias a sí y las odie, como la bondad a la malicia, la templanza al libertinaje, la fortaleza a la cobardía; y así puedes ver que los justos se duelen especialmente con las cosas injustas, los fuertes con las débiles, los modestos con las vergonzosas. Por consiguiente esto es propio de un espíritu bien constituido, no sólo alegrarse con las cosas buenas sino también dolerse con las contrarias.

Por esto, si el dolor del alma cae sobre el sabio, que ciertamente cae, si no creemos que la humanidad ha sido extirpada de su alma, ¿qué causa hay para que quitemos totalmente la amistad de la vida, para que no recibamos algunas molestias a causa de esta? Pues ¿qué diferencia hay, quitado el movimiento del alma, no digo entre un animal y un hombre, sino entre un hombre y un tronco o una roca o cualquier cosa del mismo estilo? Pues no deben ser oídos esos que quieren una virtud dura y casi de hierro; esta es ciertamente, no sólo en muchas cosas, sino especialmente en la amistad, tierna y manejable, de modo que en cierto modo se difunde con los bienes de un amigo, y se contrae con sus desgracias. Por ello, esa angustia que a menudo ha de cogerse por un amigo, no tiene tanta fuerza que quite la amistad de la vida, como tampoco puede hacer que las virtudes se rechacen, porque traigan algunas preocupaciones y molestias.

Pero porque, como dije arriba, si alguna señal de virtud brilla, a la cual un espíritu semejante se aplique y junte, contrae la amistad, cuando esto sucede, es necesario que el amor surja.

Pues ¿qué hay tan absurdo como deleitarse con muchas cosas vacías, como un honor, como la gloria, como un edificio, como un vestido y el cultivo del cuerpo, y, en cambio, no deleitarse en sumo grado con un espíritu, provisto de virtud, con aquel que pueda o amar, o, para decirlo así, corresponder al amor? Pues nada hay más agradable que la recompensa de la benevolencia, nada más que el intercambio de afanes y lealtades.

¿Y qué, si también añadimos aquello, que se puede añadir con razón, de que nada hay que incite tanto y atraiga cosa alguna hacia sí como la similitud a la amistad? Se concederá ciertamente que es verdadero que los buenos aman a los buenos y los atraen a sí, como unidos por proximidad y por naturaleza. Pues nada hay más deseoso de las cosas semejantes a sí ni nada más rapaz que la naturaleza. Por este hecho, Fanio y Escévola, esto ciertamente consta, según opino: que la benevolencia es, por así decirlo, necesaria para los buenos entre buenos, la cual es la fuente, constituida por la naturaleza, de la amistad. Pero esta misma bondad alcanza incluso a la multitud. Pues la virtud no es inhumana ni evita las cargas ni soberbia, la cual suele proteger también a todos los pueblos, y velar por ellos óptimamente; esto no haría ciertamente, si se apartara con horror del afecto del vulgo.

Y también, los que forman amistades a causa de las utilidades, me parecen ciertamente quitar el más amable nudo de la amistad. Pues la utilidad surgida por medio de un amigo no deleita tanto como el amor mismo del amigo, y entonces se hace agradable aquello que ha salido de un amigo, si salió con afecto; y tan lejos está que las amistades se cultiven a causa de la indigencia, que aquellos que, dotados de recursos y de riquezas y sobre todo de virtud, en la cual está la mayor defensa, muy poco necesitan del otro, son los más generosos y los más bienhechores. Y no sé si hay necesidad ciertamente de que nada en absoluto falte nunca a los amigos. Pues ¿dónde hubieran manifestado su vigor nuestros afanes, si Escipión nunca hubiera necesitado de consejo, nunca de nuestra ayuda, ni en la paz ni en la guerra? No siguió, pues, la amistad a la utilidad, sino la utilidad a la amistad.

Por consiguiente, los hombres que nadan en delicias no deberán ser oídos, si alguna vez disputan sobre la amistad, a la cual ni por la práctica ni por la razón tienen conocida. Pues ¿quién hay, ¡por la fe de los dioses y de los hombres! que quiera rebosar de todas las riquezas y vivir en la abundancia de todas las cosas, de modo que ni ame a alguien ni él mismo sea amado por alguno? Esta, en efecto, es ciertamente la vida de los tiranos, en la que ninguna fidelidad, ningun afecto, ninguna estable confianza de benevolencia puede haber; todas las cosas son siempre sospechosas e inquietantes; ningún lugar hay para la amistad.

Pues ¿quién puede amar a aquel a quien teme, o a aquel por el que piense que él es temido? Sin embargo son cuidados con simulación, únicamente hasta cierto tiempo. Y si acaso cayeron, como sucede generalmente, entonces se entiende cuán escasos de amigos estuvieron. Esto cuentan que dijo Tarquinio, que él, desterrado, había comprendido entonces qué amigos fieles había tenido, qué infieles, cuando no podía ya devolver el pago ni a unos ni a otros.

Aunque me admiro si con aquella soberbia e insolencia pudo tener algún amigo. Y, así como las costumbres de éste, al que mencioné, no pudieron depararle amigos verdaderos, así los recursos de muchos prepotentes excluyen amistades fieles. Pues no sólo la fortuna es ciega ella misma, sino que muchas veces convierte en ciegos también a aquellos a quienes ha abrazado, y así casi siempre se dejan llevar por la soberbia y arrogancia y nada puede hacerse más intolerable que un necio afortunado. Y es posible ver esto ciertamente: que aquellos que fueron antes de costumbres moderadas, con el mando, con el poder, con las cosas prósperas se cambian, que las viejas amistades son despreciadas por éstos y que se es indulgente con las nuevas.

Pero ¿qué cosa más necia que, ya que pueden muchísimo con las riquezas, facultades, recursos, preparar las demás cosas que se preparan con dinero, caballos, esclavos, vestidos egregios, vasos preciosos, no preparar amigos, para decirlo así, el mejor y más hermoso mobiliario de la vida? En efecto, cuando preparan las demás cosas, no saben para quién las preparan, ni a causa de quién trabajan (pues cada una de esas cosas es de aquél que vence por sus fuerzas), la posesión de las amistades permanece para cada uno la suya estable y cierta; de manera que, aunque aquellas cosas, que son como dones de la fortuna, permanezcan, sin embargo una vida sin cultivar y desierta de amigos no puede ser agradable. Pero estas cosas hasta aquí.

Pero deben ser establecidos cuáles son los límites en la amistad y, por así decirlo, los términos del amar. Sobre estos, veo que se aportan tres opiniones, de las cuales ninguna apruebo, una, que estemos dispuestos para con el amigo del mismo modo que para con nosotros mismos; otra, que nuestra benevolencia hacia los amigos responda semejante e igualmente a la benevolencia de aquellos hacia nosotros; la tercera, que, cuanto cada uno mismo se estima, tanto por los amigos sea estimado.

Con ninguna de estas tres opiniones estoy de acuerdo en absoluto. Pues ni es verdadera aquella primera, que cada uno esté dispuesto hacia su amigo de mismo modo que hacia sí mismo. Pues ¡cuántas muchas cosas hacemos por causa de los amigos, que nunca haríamos por causa nuestra!: rogar a alguien indigno, suplicarle, además lanzarse bastante violentamente contra alguno y perseguirle bastante ardientemente, las cuales cosas se hacen no bastante honestamente en nuestras cosas pero honestísimamente en las de los amigos; y hay muchas cosas en las cuales los hombres buenos quitan y sufren que se quiten muchas cosas de sus propias ventajas, para que los amigos disfruten de ellas mejor que ellos mismos.

Otra opinión es la que define la amistad por los servicios y afectos iguales. Esto ciertamente es invitar a la amistad a calcular demasiado exigua y débilmente, para que sea igual la cuenta de las cosas recibidas y la de las dadas. La verdadera amistad me parece ser más rica y más abundante, y no observar estrictamente para que no devuelva más que ha recibido; pues ni se ha de temer que algo se caiga, o que algo se derrame a tierra, o que se amontone más de lo justo en la amistad.

Pero aquel tercer límite es el peor, que cada uno sea estimado por los amigos tanto cuanto él mismo se estima. Pues, a menudo, en algunos o bien el espíritu es bastante abyecto, o bien la esperanza de aumentar su fortuna bastante débil. Así pues, no es propio de un amigo ser para con aquél tal cual él es para consigo, sino mejor esforzarse y hacer que levante el espíritu yacente del amigo, y lo induzca a una esperanza y pensamiento mejor. Así pues, otro límite de la verdadera amistad debe ser establecido, después de haber dicho qué tuvo por costumbre reprender especialmente Escipión. Negaba que hubiera podido encontrarse alguna voz más enemiga para la amistad que la de aquel que había dicho que era conveniente amar así como si alguna vez se tuviera que odiar; que ciertamente él no podía ser llevado a pensar esto, como creía que había sido dicho por Bías, que había sido tenido por sabio, uno de los siete; que tal sentencia era propia de algún impuro o ambicioso o que hacía volver todas las cosas a su poder. Pues ¿de qué modo podrá alguno ser amigo de aquel para el que piense que él puede ser enemigo? Es más, será necesario desear y anhelar que el amigo peque lo más frecuentemente posible, para que le dé como muchos motivos para reprenderle; y viceversa, será necesario angustiarse, dolerse, tener envidia de las cosas bien hechas y de los éxitos de los amigos.

Por esto ciertamente este precepto, de quienquiera que sea, sirve para quitar la amistad; más bien debió ser prescrito aquello, que aplicáramos aquella diligencia al adquirir amistades, para que nunca comenzáramos a amar a aquel al cual pudiéramos odiar alguna vez. Más aún, si hubiésemos sido menos felices al apreciar a alguien, pensaba Escipión que esto mejor debía ser soportado que buscar tiempo para las enemistades.

Así pues, juzgo que se deben usar estos límites, que, cuando las costumbres de los amigos sean sin tacha, entonces haya entre ellos comunidad de todas las cosas, consejos, voluntades sin excepción alguna, de modo que, aunque sucediera por algún azar que voluntades menos justas de los amigos deban ser ayudadas, en las que se trate sobre la cabeza o la fama de ellos, haya que apartarse del camino, a condición de que no se consiga una suma infamia; pues hay un punto hasta donde puede darse perdón a la amistad. Y, ciertamente, ni la reputación debe ser descuidada ni conviene estimar como arma mediocre para hacer las cosas la benevolencia de los ciudadanos; es vergonzoso recogerla con halagos y adulando; la virtud, a la que sigue el afecto, de ningún modo debe ser repudiada.

Pero frecuentemente (pues vuelvo a Escipión, cuya conversación era toda sobre la amistad), se quejaba de que los hombres fuesen más diligentes en todas las cosas; que podían decir cuántas cabras y ovejas tenía cada uno, que no podían decir cuántos amigos tenía y que ponían ciertamente cuidado en adquirir aquéllas, que eran negligentes al elegir amigos y que no tenían, por así decirlo, ciertas señales y marcas por las cuales juzgasen a aquellos que eran idóneos para la amistad. Así pues, los firmes y estables y constantes deben ser elegidos; de este género hay gran penuria. Y ciertamente es difícil juzgar, si no se aprendió por experiencia. Pero hay que aprender por experiencia en la amistad misma. Así, la amistad precede al juicio, y quita el poder de aprender por experiencia.

Así pues, es propio del prudente contener, como un carro, así el ímpetu de la benevolencia, para que como de caballos probados así usemos de la amistad, puestas a prueba las costumbres de los amigos a partir de algún hecho. A menudo algunos se ven en el poco dinero cuán ligeros son, otros, en cambio, a los que poco dinero no pudo conmover, se conocen en el mucho. Y si se encontraran, ciertamente, algunos que estimen sórdido preferir el dinero a la amistad, ¿dónde encontraremos a aquellos que no antepongan los honores, las magistraturas, los mandos, el poder, la influencia a la amistad, de modo que, cuando estas cosas les hayan sido propuestas de una parte, el derecho de la amistad de otra, no prefieran con mucho aquellas cosas? Pues la naturaleza es débil para despreciar el poder; aunque lo hayan conseguido, desdeñada la amistad, piensan que esto se oscurecerá, porque la amistad no ha sido desdeñada sin causa grande.

Así pues, las verdaderas amistades se encuentran dificilísimamente en aquellos que se encuentran en los honores y la cosa pública; pues ¿dónde encontrarás a ese que anteponga el honor del amigo al suyo? ¿Qué? para omitir estas cosas, ¡cuán pesadas, cuán difíciles parecen a todos las compañías de las calamidades! No es fácil de encontrar quienes desciendan a estas. Aunque con razón dijo Ennio:

“El amigo cierto se ve en la cosa incierta”,

sin embargo estas dos cosas convencen a muchos de su ligereza y debilidad, bien si desprecian al amigo en las cosas buenas, bien si lo abandonan en las malas. Así pues, quien en una y otra cosa se mantuviera firme, constante, estable en la amistad, a éste debemos juzgarlo de un género de hombres especialmente raro y casi divino.

Pero el fundamento de su estabilidad y constancia, que buscamos en la amistad, es la fidelidad; pues nada hay estable que sea infiel. Además, es conveniente que sea elegido alguien simple y común y que sienta lo mismo, es decir, que se mueva por esas mismas cosas, todas las cuales pertenecen a la fidelidad; pues ni puede ser fiel un carácter múltiple y tortuoso, ni ciertamente el que no se mueve por las mismas cosas ni siente lo mismo por naturaleza puede ser fiel o estable. Ha de añadirse a esto mismo, que no se deleite en lanzar acusaciones o confíe en las que se le presenten, todas las cuales cosas pertenecen a aquella constancia, que trato hace ya un rato. Así se hace verdadero aquello que dije al principio, que la amistad no puede existir sino entre buenos. Pues es propio de un hombre bueno, al que es lícito llamar sabio, mantener estas dos cosas en la amistad: primero, que nada sea fingido ni simulado; pues es más propio de un hombre noble incluso odiar abiertamente que ocultar su opinión por la apariencia; segundo, no sólo rechazar las acusaciones traídas por alguno, sino ni siquiera ser él mismo suspicaz, creyendo siempre que algo ha sido roto por el amigo.

Conviene que una cierta suavidad de lenguaje y de costumbres, condimento de ningún modo mediocre de la amistad, se añada aquí. Pues la austeridad y la severidad en toda hecho, ciertamente tiene gravedad, pero la amistad debe ser más indulgente y más libre y más dulce y más proclive a toda compañía y facilidad.

Pero cierta cuestión un poco difícil nace en este lugar, si alguna vez los amigos nuevos, dignos de amistad, deben anteponerse a los antiguos, como solemos anteponer a los caballos algo viejos los jóvenes. ¡Duda indigna de un hombre! Pues no debe haber hartura de las amistades como de otras cosas; la más vieja, como aquellos vinos que tienen vejez, debe ser la más agradable; y es verdadero aquello que se dice, que deben ser comidos a la vez muchos modios de sal para que se haya cumplido con el deber de la amistad.

En cambio, las novedades, si traen la esperanza de que el fruto aparezca, como en las hierbas no engañosas, aquéllas ciertamente no deben ser repudiadas, sin embargo la vejez debe ser conservada en su lugar, pues la fuerza de la vejez y de la costumbre es la más grande. Es más, nadie hay, si ninguna cosa lo impide, que no utilice más gustosamente aquel mismo caballo, del que hace poco hice mención, el cual acostumbró a usar, que otro no tratado y nuevo. Pero la costumbre no vale sólo en esto que es un animal, sino también en aquellas cosas que son inanimadas, puesto que nos deleitamos en los lugares mismos, incluso montañosos y silvestres, en los que hemos permanecido más tiempo.

Pero lo más grande en la amistad es que el superior es igual al inferior. Pues, a menudo, hay ciertos casos de superioridad, como era el de Escipión en nuestra, por decirlo así, grey. Él nunca se antepuso a Filo, nunca a Rupilio, nunca a Mumio, nunca a sus amigos de orden inferior, pero adoraba como superior a su hermano Q. Máximo, hombre egregio sin duda, de ningún modo igual a él, porque este le aventajaba en edad, y quería que todos los suyos pudieran ser más ilustres por él.

Esto debe hacerse e imitarse por todos, de modo que, si han conseguido alguna excelencia de virtud, de ingenio, de fortuna, hagan partícipes de estas cosas a los suyos y las comuniquen con sus allegados, de modo que, si han nacido de padres humildes, si tienen parientes más débiles o de espíritu o de fortuna, aumenten sus recursos y les sirvan de honor y dignidad. Como en los cuentos, los que algún tiempo, por ignorancia de su estirpe y linaje, estuvieron en servidumbre, cuando fueron conocidos y encontrados hijos o de dioses o de reyes, mantienen sin embargo el cariño a los pastores, que muchos años creyeron sus padres. Ciertamente debe hacerse esto mucho más con los padres verdaderos y ciertos. Pues el fruto del ingenio y de la virtud y de toda excelencia entonces se recoge máximo, cuando se lleva a todos los allegados.

Así pues, como aquellos que son superiores en el vínculo de la amistad y de la unión, deben igualarse con los inferiores, así los inferiores no deben dolerse de que ellos sean superados por los suyos o en ingenio o en fortuna o en dignidad. La mayor parte de estos o se quejan siempre de algo o incluso lo echan en cara, y tanto más si piensan que ellos tienen algo que puedan decir que se ha hecho cortés y amistosamente y con algún trabajo suyo. Un tipo de hombres que echa en cara sus servicios es odioso ciertamente; de estos servicios debe acordarse aquel al que han sido conferidos, no recordarlos el que los confirió.

Por esto, como aquellos que son superiores deben someterse en la amistad, así los inferiores, en cierto modo, deben levantarse. Pues hay algunos que hacen molestas las amistades, cuando ellos mismos piensan que ellos son despreciados; esto casi no acontece a no ser a aquellos que también juzgan que ellos deben ser despreciados; estos han de ser aliviados de esta opinión, no sólo con palabras, sino también de obra.

Pero tanto sólo se ha de atribuir a cada uno, primero, cuanto tú mismo puedas hacer, después también, cuanto aquel a quien ames y ayudes pueda soportar. Pues tú no podrías, aunque sobresalgas, llevar a todos los tuyos a los más amplios honores, como Escipión pudo hacer cónsul a P. Rupilio, pero no pudo a su hermano Lucio. Y si incluso pudieras llevar lo que quisieras a otro, sin embargo debe verse qué puede él soportar.

Las amistades han de ser juzgadas totalmente, corroborados ya y confirmados los caracteres y las edades, y no, si algunos, al comenzar la edad, fueron aficionados a cazar o a la pelota, tener como amigos a quienes, dotados de la misma afición, entonces quisieron. Pues, de ese modo, las nodrizas y los pedagogos pedirán, por derecho de antigüedad, la mayor benevolencia; estos ciertamente no deben ser desdeñados sino que han de ser amados de otro cierto modo. De otra manera las amistades no pueden permanecer estables. Pues costumbres dispares siguen a aficiones dispares, cuya diferencia disocia las amistades; y no por alguna otra causa los buenos no pueden ser amigos de los malos, ni los malos de los buenos, sino que la distancia de costumbres y de aficiones es tan grande entre ellos como pueda ser la máxima.

También puede prescribirse rectamente en las amistades que cierta benevolencia exagerada no impida, lo cual sucede muy a menudo, grandes ventajas de los amigos. Pues ni Neoptólemo, para volver a los cuentos, habría podido tomar Troya, si hubiese querido oír a Licomedes, junto al que se había educado, que impedía su marcha con muchas lágrimas. Y frecuentemente se presentan grandes cosas, de modo que hay que apartarse de los amigos; quien quiere impedirlas, porque no soporta fácilmente la nostalgia, éste es débil y blando por naturaleza, y, por esta misma causa, poco justo en la amistad.

Y debe considerarse en toda cosa no sólo qué pides del amigo, sino también qué toleras que se obtenga de ti.

Hay también cierta calamidad necesaria alguna vez al abandonar las amistades; pues ya nuestro discurso desciende de las familiaridades de los sabios a las amistades vulgares. A menudo, los vicios de los amigos irrumpen bien contra los mismos amigos, bien contra ajenos, cuya infamia redunda, sin embargo, hacia los amigos. Así pues, tales amistades deben ser quitadas con la disminución del trato y, según oí decir a Catón, deben ser disueltas más que rotas, a no ser que se encendiera alguna injuria absolutamente intolerable, de modo que ni sea recto ni honesto ni pueda hacerse que el alejamiento y la separación no deba hacerse inmediatamente.

Pero si algún cambio de costumbres o de aficiones hubiera de hacerse, como suele suceder, o si mediara disensión en los partidos de la república (pues hablo ya, como poco antes dije, no de las amistades de los sabios, sino de las comunes), habrá que precaverse no sea que no sólo parezcan dejadas las amistades, sino también tomadas las enemistades. Pues nada hay más vergonzoso que hacer la guerra con aquel con el que has vivido familiarmente. Escipión, como sabéis, se había apartado por mí de la amistad de Q. Pompeyo; pero, a causa de la disensión que había en la república, se alejó de Metelo, nuestro colega; hizo una y otra cosa con gravedad, con autoridad y con un disgusto de espíritu no estridente.

Por lo cual, primero, debe darse trabajo para que no se hagan separaciones algunas de amigos; pero si algo de tal clase sucediera, para que las amistades parezcan más bien extinguidas que sofocadas. Pero hay que precaverse no sea que las amistades se conviertan incluso en graves enemistades; de estas nacen las disputas, las injurias, los ultrajes. Sin embargo, si estos son tolerables, deben soportarse, y este honor debe ser atribuido a una antigua amistad, que esté en culpa aquel que haga la injuria, no aquel que la soporta.

En verdad, hay una única precaución y una única previsión de todos estos vicios y molestias, que no empiecen a amar demasiado pronto, ni a los no dignos.

Ahora bien, son dignos de la amistad aquellos en los que en ellos mismos está la causa de que sean amados. Género raro. Y, ciertamente, todas las cosas preclaras son raras, y no hay algo más difícil que encontrar algo que sea perfecto por toda parte en su género. Pero muchos ni conocen algo bueno en las cosas humanas, a no ser lo que sea provechoso, y aman a los amigos, como a los ganados, a aquellos sobre todo de los cuales esperan que ellos tomarán el mayor fruto.

Así carecen de aquella hermosísima y sobremanera natural amistad, deseada por sí misma y a causa de sí misma, y no ellos mismos se tienen a sí mismos como ejemplo para sí de cuál y cuán grande es esta fuerza de la amistad. Pues cada uno se ama a él mismo, no para que él mismo exija de si alguna recompensa de su afecto, sino porque por sí cada uno es querido para sí. Si esto no se transfiere a la amistad, nunca se encontrará un verdadero amigo; pues éste es ciertamente como otro él mismo.

Y si esto aparece en las bestias, en las que vuelan, en las que nadan, en las agrestes, en las domesticadas, en las feroces, primero, que ellas mismas se aman (pues esto nace juntamente con todo ser animado), después, que buscan y desean a las que se unan del mismo género, y hacen esto con deseo y con cierta similitud de amor humano, ¡cuánto más sucede esto por naturaleza en el hombre! este no sólo él mismo se ama, sino que busca a otro, cuyo espíritu mezcle con el suyo de tal modo que casi haga uno solo de dos.

Pero muchos perversamente, no diré imprudentemente, quieren tener un amigo tal cuales ellos mismos no pueden ser, y las cosas que ellos mismos no atribuyen a los amigos, estas cosas las desean de ellos. Pues bien, es justo que, en primer lugar, uno mismo sea un hombre bueno, luego, que busque a otro semejante a sí. Entre tales puede confirmarse esta estabilidad de la amistad de que hace ya un rato tratamos, puesto que hombres unidos por benevolencia, primero, mandarán sobre aquellas pasiones a las cuales los demás sirven, después, se alegrarán con la equidad y la justicia, y el uno se encargará de todas las cosas por el otro, y no pedirá uno de otro nunca nada si no es honroso y justo, y no sólo se honrarán y amarán entre sí, sino también se respetarán. Pues quita el mayor ornamento de la amistad, quien quita de ella el respeto.

Y así, hay un error pernicioso en aquellos que estiman que la licencia de todas las pasiones y

pecados está abierta en la amistad; la amistad ha sido dada por la naturaleza como ayudante de las virtudes, no como compañera de los vicios, para que, puesto que la virtud en solitario no podría llegar a aquellas cosas que son las más grandes, llegara unida y asociada con la otra. Esta sociedad, si existe o existió o existirá entre algunos, la compañía de éstos debe ser tenida como la mejor y la más dichosa para llegar al sumo bien de la naturaleza.

Esta es, digo, la sociedad en la que están todas las cosas que los hombres piensan que deben ser buscadas, la honradez, la gloria, la tranquilidad de espíritu y la felicidad, de modo que, cuando estas cosas están presentes, la vida sea dichosa, y sin éstas no pueda serlo. Como esto es lo mejor y lo más grande, si queremos alcanzar esto, debe darse trabajo a la virtud, sin la cual ni podemos conseguir la amistad ni cosa alguna debe ser pedida; pero quienes piensan que ellos tienen amigos, aun rechazada aquélla, luego finalmente sienten que ellos han errado cuando algún accidente grave los obliga a ponerlos a prueba.

Por lo cual (pues debe decirse más frecuentemente), conviene amar cuando hayas juzgado, no juzgar cuando hayas amado. Pero somos castigados por nuestra negligencia no sólo en muchas cosas, sino también especialmente al elegir y cultivar los amigos; pues utilizamos consejos contrarios y hacemos las cosas hechas, de lo que somos prohibidos según el antiguo proverbio. Pues, rodeados por uno y otro lado, o por un trato prolongado, o incluso por favores, repentinamente rompemos las amistades en medio de su curso, surgida alguna ofensa.

Es más, tan gran negligencia de una cosa muy necesaria debe ser vituperada todavía más. Pues la amistad es la única en las cosas humanas sobre cuya utilidad todos están de acuerdo con una sola boca. Aunque la virtud misma se desprecia por muchos y se dice que hay cierta exhibición y ostentación; muchos desprecian las riquezas, a los cuales, contentos con poco, un alimento y cultivo ligero deleita; ¡pero cuántos desprecian los honores, por cuya pasión algunos se inflaman, hasta tal punto que piensen que nada hay más vacío, nada más frívolo! E igualmente hay muchísimos que estiman en nada las restantes cosas, que parecen admirables a algunos; de la amistad todos hasta el último sienten los mismo, aquellos que se dedicaron a la república, y aquellos que se deleitan con el conocimiento de las cosas y con la ciencia, y aquellos que ociosos llevan su negocio, finalmente aquellos que se entregaron todos enteros a los placeres: que la vida sin amistad es nula, si al menos quieren vivir como hombres libres de alguna manera.

Pues la amistad serpentea, no sé de qué modo, por las vidas de todos y no soporta que alguna manera de pasar la edad esté exenta de sí. Y es más, si alguien es de tal aspereza y fiereza de naturaleza que rehuya y odie las compañías de los hombres, cual hemos recibido que existió en Atenas no sé qué Timón, sin embargo, este no podría soportar no buscar a alguien junto al cual vomitara el virus de su amargura. Y esto se juzgaría así especialmente, si algo tal pudiese acontecer, que algún dios nos quitara de esta multitud de hombres y nos colocara en alguna parte en soledad y allí, procurándonos abundancia y acopio de todas las cosas que la naturaleza desea, nos quitara totalmente la posibilidad de ver un hombre. ¿Quién sería tan férreo que pudiera soportar esta vida, y a quien la soledad no quitaría el fruto de todos los placeres?

Así pues, es verdadero aquello que, acostumbrado a decir, según creo, por Arquitas de Tarento, oí a nuestros ancianos recordarlo como oído de otros ancianos: “si alguien hubiese subido al cielo y hubiese contemplado la naturaleza del mundo y la hermosura de los astros, aquella admiración sería para él desagradable; esta habría sido para él agradabilísima, si hubiera tenido a alguien al que contarlo.” Así la naturaleza nada ama al solitario y siempre se apoya como en algún adminículo; éste es, incluso, dulcísimo en alguien muy amigo.

Pero, declarando la misma naturaleza con tantas señales qué quiere, busca, desea, sin embargo, nos hacemos los sordos, no sé de qué modo, y no oímos aquellas cosas de las que somos advertidos por ella. Pues la práctica de la amistad es variada y múltiple, y se dan muchas causas de sospechas y ofensas, que o evitarlas, o suprimirlas, o soportarlas es propio del sabio; aquella única ofensa debe ser soportada, de manera que la verdad y la fidelidad se retengan en la amistad: pues, a menudo, los amigos deben ser amonestados y reprendidos, y estas cosas deben ser recibidas amistosamente, cuando se hacen benévolamente.

Pero, no sé de qué modo, es verdadero lo que mí amigo dice en su Andria:

“La complacencia pare amigos, la verdad odio.”

La verdad es molesta, puesto que nace de ella el odio, que es el veneno de la amistad, pero mucho más molesta es la complacencia, que, indulgente con los pecados, permite que el amigo sea llevado de cabeza. Pero la mayor culpa está en aquel que desprecia la verdad y es impelido al fraude por la complacencia. Así pues, toda medida y diligencia debe ser tenida en esta cosa, primero, para que la amonestación carezca de acritud, luego, para que la reprensión carezca de ultraje; pero en la complacencia, ya que usamos gustosamente del verbo terenciano, esté presente la cortesía; apártese lejos la adulación, ayudante de los vicios, que no es digna, no sólo de un amigo, sino ni siquiera de un hombre libre; pues de un modo se vive con un tirano, de otro modo con un amigo.

Pero la salvación de este cuyas orejas están cerradas a la verdad, de modo que no puede oír lo verdadero de un amigo, debe ser desesperada. Pues es sabido, como otros muchos, aquel dicho de Catón: “que los enemigos crueles merecen mejor de algunos que aquellos amigos que parecen dulces; que aquéllos dicen a menudo lo verdadero, éstos nunca.” Y es absurdo esto, que aquellos que son amonestados no sienten aquella molestia que deben sentir, sienten aquella de la que deben estar despreocupados. Pues no se angustian de que ellos hayan pecado, llevan mal ser reprendidos; esto convenía al contrario, dolerse por el delito, alegrarse por la corrección.

Así pues, como es propio de la verdadera amistad no sólo amonestar, sino también ser amonestado, y hacer lo uno libremente, no ásperamente, recibir lo otro pacientemente, no con repugnancia, así se debe considerar que ninguna peste hay en las amistades mayor que la adulación, el halago, el servilismo; pues con cuantos nombres se quiera debe ser señalado este vicio de hombres ligeros y falaces, que dicen todas las cosas según el deseo, nada según la verdad.

Pero no sólo la simulación de todas las cosas es viciosa (pues quita el juicio de lo verdadero y lo adultera), sino también repugna especialmente a la amistad; pues borra la verdad, sin la cual el nombre de amistad no puede mantenerse. Pues, como la fuerza de la amistad está en esto, en que por así decirlo, se haga un solo espíritu de muchos, ¿cómo podrá esto hacerse, si ni siquiera en cada uno hay un solo espíritu, y siempre el mismo, sino variable, cambiante, múltiple?

Pues ¿qué puede ser tan flexible, tan insensato, como el espíritu de aquel que se vuelve, no sólo hacia el sentimiento y voluntad de otro, sino también hacia su semblante y gesto?

Niega alguien, niego; afirma, afirmo; finalmente
yo mismo me ordené
estar de acuerdo en todas las cosas”,

como dice el mismo Terencio, pero él bajo la máscara de Gnatón; emplear este tipo de amigo es propio totalmente de la ligereza.

Pero, puesto que hay muchos semejantes a los Gnatones, superiores por su posición, fortuna o fama, la adulación de éstos es molesta, cuando a la vanidad se ha añadido autoridad.

Pero, añadida diligencia, el amigo halagador puede ser discernido y distinguido del verdadero tanto como todas las cosas falsas y simuladas de las sinceras y verdaderas. La asamblea, que consta de hombres muy ignorantes, suele, sin embargo, juzgar qué diferencia hay entre un ciudadano popular, es decir, adulador y frívolo, y otro constante, severo y grave.

¡Con qué halagos C. Papirio influía hace poco en los oídos de la asamblea, cuando proponía una ley sobre reelegir tribunos de la plebe! Nosotros la disuadimos; pero nada de mí, hablaré más gustosamente de Escipión. ¡Cuánta gravedad tuvo él, dioses inmortales, cuánta majestad en su discurso! de manera que dirías fácilmente que era el jefe, no un conciudadano del pueblo romano. Pero estuvisteis presentes, y su discurso está en vuestras manos. Así pues, una ley popular fue rechazada por los sufragios del pueblo. Y, para volver a mí, recordáis, ¡siendo cónsules Q. Máximo, hermano de Escipión, y L. Mancino, cuán popular parecía la ley de C. Licinio Craso sobre los sacerdocios! Pues el nombramiento de los colegios era transferido al beneficio del pueblo. Y éste fue el primero que estableció tratar con el pueblo vuelto al foro. Sin embargo, la religión de los dioses inmortales vencía fácilmente, siendo sus defensores nosotros, al discurso venal de aquél. Y esto se llevó a cabo siendo pretor yo, un quinquenio antes ser hecho cónsul; así aquella causa fue defendida más por el hecho en sí que por mi autoridad.

Y si en la escena, es decir, en la asamblea, en que hay mucho lugar para las cosas fingidas y aparentes, sin embargo, prevalece lo verdadero, si hace poco esto se manifestó y se iluminó, ¿qué conviene que suceda en la amistad, la cual toda se sopesa por la verdad? En esta, a no ser que, como se dice, veas el pecho abierto y muestres el tuyo, nada tendrás fiel, nada comprobado, ni siquiera el amar o el ser amado, ya que ignoras cuán verdaderamente se hace esto. Por más que esa adulación, aunque sea perniciosa, sin embargo a nadie puede ser nociva, a no ser a aquel que la recibe y se deleita en ella. Así sucede que abre sus oídos especialmente a los aduladores aquel que especialmente él mismo se adula y él, mismo se deleita.

La virtud es totalmente amante de sí; pues ella misma se conoce muy bien, y comprende cuán amable es. Pero yo no hablo ahora de la virtud, sino de la opinión de la virtud. Pues muchos no quieren tanto estar dotados de la virtud misma, como parecerlo. La adulación los deleita, cuando un lenguaje fingido se les ofrece según su voluntad, piensan que aquel vano discurso es testimonio de sus alabanzas. Así, pues, ninguna amistad es esta, cuando uno no quiere oír lo verdadero y otro está preparado para mentir. Y la adulación de los parásitos en las comedias no nos parecería humorística, si no hubiera soldados fanfarrones.

“¿Verdaderamente Tais me da grandes gracias?”

Era bastante responder: “grandes”; pero dice: “ingentes”. El adulador aumenta siempre aquello que aquel, para cuyo placer se dice, quiere que sea grande.

Por esto, aunque esa vanidad aduladora valga ante estos que ellos mismos la atraen e invitan, sin embargo, incluso los más graves y constantes deben ser amonestados, para que cuiden de que no sean cogidos por una adulación astuta. Pues todos ven al que adula abiertamente, a no ser que sea totalmente insensato. Hay que precaverse afanosamente, para que nadie astuto y oculto se insinúe. Pues no se reconoce muy fácilmente, puesto que adula, a menudo, incluso siendo contrario y, simulando que él litiga, lisonjea, y, finalmente, da las manos y permite ser vencido, de manera que aquel que fue burlado parezca haber visto más. Pero ¿qué más vergonzoso que ser burlado? Para que esto no suceda, hay que precaverse más.

“Hoy habrás estado ante mi y habrás engañado muy gloriosamente a todos esos necios viejos cómicos.”

Pues este personaje de viejos imprevisores y crédulos es el más necio, incluso en las fábulas. Pero, no sé de qué modo, el discurso se desvió de las amistades de los hombres perfectos, esto es, de los sabios (hablo sobre esta sabiduría que parece poder caer sobre un hombre) hacia las amistades ligeras. Por ello, volvamos a aquellas cosas primeras y concluyamos esas mismas cosas por fin.

La virtud, la virtud, digo, C. Fanio y tú, Q. Mucio, concilia y conserva las amistades. Pues en ella está el perfecto acuerdo de las cosas, en ella la estabilidad, en ella la constancia: cuando esta se ha manifestado y ha mostrado su luz y ha visto y conocido la misma en otro, se acerca a ésta y, a su vez, recibe aquella que hay en el otro: de esto se enciende o el amor o la amistad. Pues ambos se llaman así a partir de “amar”. Pero amar no es otra cosa sino querer a aquel mismo a quien ames, no buscada ninguna necesidad, ninguna utilidad; esta misma, sin embargo, florece de la amistad, aunque tú la hayas seguido menos.

Nosotros, adolescentes, amamos con esta benevolencia a aquellos ancianos: L. Paulo, M. Catón, C. Galo, P. Nasica, Tib. Graco, suegro de nuestro Escipión; esta brilla incluso más entre los iguales, como entre Escipión, L. Furio, P. Rupilio, Esp. Mumio y yo. Pero los ancianos descansamos, a su vez, en el cariño de los adolescentes, como en el vuestro, como en el de Q. Tuberón; ciertamente, me deleito incluso con la familiaridad de P. Rutilio, muy joven, de A. Virginio. Y puesto que el estado de nuestra vida y naturaleza está preparado de tal modo que una edad surge de la otra, hay que desear ciertamente muchísimo que puedas, según se dice, llegar a la meta con tus iguales, con aquellos mismos con los que, por así decir, fuiste lanzado desde el punto de salida.

Pero, puesto que las cosas humanas son frágiles y caducas, siempre deben ser buscados algunos a los que amemos y por los que seamos amados; pues, quitado el cariño y la benevolencia, toda la alegría fue quitada de la vida. Para mí ciertamente Escipión, aunque me ha sido arrebatado súbitamente, sin embargo, vive y vivirá siempre; pues amé la virtud de aquel hombre, que no se ha extinguido; y no se presenta solo ante mis ojos, que siempre la tuve en mis manos, sino que será ilustre e insigne incluso para los que vienen después. Nunca nadie asumirá cosas mayores en su espíritu o esperanza, que piense que su recuerdo no deba ser expuesto y su imagen.

Ciertamente, de todas las cosas que la fortuna o la naturaleza me atribuyó, nada tengo que pueda comparar con la amistad de Escipión. En ésta tuve el consenso sobre la república, en ésta el consejo de mis cosas privadas, en ella misma el descanso pleno de deleite. Nunca le ofendí, ni siquiera en la cosa más pequeña, al menos que yo haya sentido, nada que no quisiera oí yo mismo de él; la casa era una sola, el alimento el mismo, y éste común, y no sólo la milicia, sino también los viajes y la vida del campo comunes.

Pues ¿qué diré yo de nuestros afanes de conocer y aprender siempre algo? En estos, apartados de los ojos del pueblo, gastamos todo el tiempo ocioso. Si hubiera muerto el recuerdo y la memoria de estas cosas junto con él, de ningún modo podría sobrellevar el deseo de un hombre unidísimo a mí y amantísimo. Pero aquellas cosas no se extinguieron, se alimentan más bien y aumentan con el pensamiento y el recuerdo, y, si hubiera sido privado de ellas enteramente, sin embargo la propia edad me traería gran consuelo. Pues ya no puedo estar mucho tiempo en este deseo. Pero todas las cosas breves deben ser tolerables, aunque sean grandes.

Estas cosas tuve que decir de la amistad. Pero os exhorto a que coloquéis de tal modo la virtud, sin la que la amistad no puede existir, que, exceptuada esta, nada consideréis más excelente que la amistad.

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