La broma infinita (2)

He vuelto a leer el libro “La broma infinita” (en inglés, Infinite jest), de David Foster Wallace, durante los últimos dos meses, aprovechando este periodo de baja. Lo leí hace tiempo, un año que se lo había pedido a los Reyes, y de hecho tengo un texto sobre él (de 2019 ya, vaya).

Tenía ganas de releerlo porque me parecía que me había perdido mucho y porque quería volver a percibir la compasión que el texto muestra hacia el sufrimiento mental, quizás movido por mi situación personal, claro.

¿He sacado algo en claro?

Quizás repita algo de lo que ya dije (no lo he repasado).

No es una “novela” al uso, ni mucho menos. Aparte de ser un (gigantesco) experimento narrativo, estructural y discursivo, consiste mayormente en una continua exposición estados mentales anormales, cada uno de ellos fruto de un tipo de desequilibrio.

Por un lado, el narrador casi nunca se detiene en las meras acciones de los personajes, sino que entra directamente en el estado psicológico de cada uno, y utiliza el lenguaje interno propio del que corresponde. De este modo, el lector apenas percibe la realidad tal como la conoce el narrador (salvo en elementos irrelevantes como las descripciones geográficas de los lugares), sino que su conocimiento de los hechos y de los individuos proviene sobre todo de la percepción interna de cada personaje. Esto se realiza también por medio de largos diálogos cuyo contenido correspondería al narrador pero que se presenta de manera más natural como una exposición subjetiva múltiple (por tanto, con perspectivas diversas) de hechos o personajes. Esto es muy notable y va bastante más allá del bien conocido ya monólogo interior desarrollado desde principios del siglo XX (v.gr. Joyce o Woolf), que Wallace utiliza también en incontables ocasiones en la novela.

La novela comienza como un monólogo interior del personaje principal, por así decir, situado en el futuro próximo, mezclado con diálogos de otros personajes, no anotados como tal, que forman parte de dicho monólogo. El siguiente “capítulo” (¿elemento?, en realidad hay diversos tipos de “divisiones”) es un monólogo totalmente diferente de otro personaje (un adicto a la marihuana que está engañándose sobre cómo su siguiente compra será la última) en otro ámbito temporal, y el siguiente, a las pocas páginas, comienza indicando la fecha de 1 de abril de un cierto año en el futuro próximo en que los años no se numeran sino que se denotan con una marca comercial. Que sea uno de abril es obviamente parte de la broma.

En resumen, alrededor de cierto misterio sobre un audiovisual supuestamente tan perfecto que hace que el espectador olvide todo lo necesario para sobrevivir y solo quiera deleitarse en verlo una y otra vez, esta enorme novela es una magnífica exposición del estado interno de las personas sujetas a percepciones anormales de la realidad, por así decir, excitadas: sujetos bajo la influencia de diferentes sustancias, enfermos mentales, adictos y de ex-adictos (Alcohólicos Anónimos y otros grupos análogos tienen un papel primordial); contiene innumerables recuerdos, sueños y percepciones en presente y pasado de todo este tipo de personas. Incluso las escenas más explícitas se presentan como un recuerdo, un sueño o una narración de una película, de manera que el narrador ni siquiera se hace notar.

Es evidente que el autor trata de difuminar la diferencia entre narración, descripción y diálogo, y entre autor, personaje y lector. Parte de la trama se centra en el padre del “protagonista”, que dedica sus últimos años de vida a realizar audiovisuales precisamente sobre el tema de la relación entre actor y personaje; entre el “público” y la persona que está viendo una película; entre realidad grabada y realidad no grabada. Entre la película (novela…) como entretenimiento y la película como colección de “acciones grabadas”.

También tiene mucha relevancia el tenis (al fin y al cabo, uno de los lugares en que más acción tiene lugar es una academia de jóvenes tenistas).

La novela requiere voluntad y esfuerzo. Hay tramos muy muy aburridos y otros extraordinarios. En bastantes momentos el meta-humor está ya obsoleto (es lo que ocurre con casi todo el “arte” moderno). El texto está lleno por un lado de compasión hacia la adicción y la enfermedad mental y por otro de una crudeza enorme presentada de manera indirecta. Hay escenas que parecen experimentos para ver si “se emula” a otro escritor (p.ej. cerca del final, un sueño de un ex-adicto hospitalizado por heridas múltiples de bala, presentado a la par que las memorias del protagonista en un momento de desintoxicación, es claramente un esfuerzo por llevar al lenguaje moderno y de barrio la inigualable escena del sueño de La Montaña Mágica). Hay otras escenas que son mero barroquismo de contenido pseudointelectual y con guiños eróticos. Es muy cruda. Y, a mi modo de ver, muy real, pese a su exagerado estilismo.

El autor, pese a su esfuerzo por utilizar slang no deja de caer en el gran problema del genio: la pedantería.

Me alegro de haberla terminado por segunda vez. Me parece que me ha enriquecido.

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