Oír misa entera

Cuando era pequeño me aprendí los Mandamientos de la Santa Madre Iglesia, como parte del Catecismo. El primero era (en la redacción de entonces, ahora no sé cómo se enunciará, espero que mejor) “oír misa entera todos los domingos y fiestas de guardar”. El incumplimiento de este precepto es “pecado mortal”, así que es crucial saber cuáles son las fiestas de guardar —es más fácil saber cuándo es domingo— para cumplir la obligación.

El otro día mi madre no pudo asistir a misa en día de precepto. Supongo que no le importa que escriba sobre ella. Si le importa, me lo dirá en cuanto se entere y actuaré en consecuencia. Estábamos en un hotel a las afueras de un pueblo y ella se encontraba mal. El tipo de malestar es irrelevante para lo que sigue.

De celebración a pecado

Con el motivo anterior, se me vino a la cabeza cómo, de alguna manera —y hablo por mí, no por mi madre— yo había convertido la reunión semanal celebrativa del Sacrificio Pascual en un acto condicionado a una pena y una culpa.

¿Cómo explicarlo? Lo que los Primeros Cristianos vivían como una necesidad absoluta —la unión orante de Comunidad Eclesial con Cristo en el Octavo Día— se había convertido, en mi cabeza, en un asunto “de pecado” o “no pecado”, en algo que “hay que hacer” porque si no…

Insisto en que solo estoy hablando de mí mismo.

No deja de ser absurdo: uno no asiste (el verbo “oír” es paupérrimo) a misa porque tenga que hacerlo, sino porque se sabe miembro de una Comunidad orante. Uno no tiene que ir a misa, uno celebra el Sacrificio en comunión. Por supuesto que esto está condicionado al lugar y el tiempo concretos de la Celebración, pero la asistencia al Sacrificio no puede concebirse como un mero deber.

Porque en realidad, no es una obligación, es una necesidad.

Cuando se dice que uno “peca mortalmente” si no asiste a misa pudiendo hacerlo, lo único que se está diciendo es que uno no se reconoce a sí mismo como miembro del Cuerpo de Cristo, puesto que no Celebra unido a dicho Cuerpo el Sacrificio que Él nos entregó. Si uno, pudiendo razonablemente, no asiste, no es que esté “pecando”, es que está manifestando con tal acto que no se considera miembro de la Comunidad. Y, justamente eso es la realidad fundamental del pecado: la separación; de Dios, y de la Iglesia.

Esta es la visión que tuve, más o menos, junto con otra que vendrá después.

No es un problema moral

Esa manera de ver el asunto hace que, a la hora de valorar los motivos “suficientes” para no ir a misa, haya una dualidad sorprendente entre unos y otros.

Por ejemplo: no excusa de ninguna manera el mero “tengo mucho trabajo”, pues el mandato del descanso semanal fue asumido por Cristo (y, por supuesto, redimido). Sin embargo, sí que la Iglesia entiende como causa más que suficiente, por ejemplo, algo tan genérico como “tengo un familiar enfermo”. Y las preguntas del tipo ¿no puedes atenderle a otra hora? ¿no puede ir otro? están fuera de lugar.

Pero ni siquiera es así cómo se debe pensar el asunto porque ¿cómo se valora el nivel de (in)conveniencia? No puede hacerse: solo puede mirarse el corazón. Y este solo lo conoce el propio sujeto.

Soy consciente de que hay personas que necesitan enunciados concretos y claros, e incluso firmes —aquí Tomás de Aquino hablaría de los “brutos”. Pero esa es una necesidad, vamos a decir, del no iniciado, del infante. El cristiano maduro no puede concebir así su celebración dominical.

De hecho (y aquí ya entro en materia en la que no pretendo más que opinar, no sentar cátedra) tengo para mí que, salvo cuando uno está de viaje, tal obligación de asistir a misa solo es concebible en el nivel parroquial o equivalente —la comunidad eclesial básica a la que pertenece el individuo. La Celebración Eclesial es de una comunidad de personas, no es una mera “reunión de gente”. Está ligada a la propia comunidad (por decirlo brevemente, la propia Parroquia). La Iglesia no es un conjunto anónimo de personas y su Reunión Litúrgica no es un acto cultural “con entrada hasta completar aforo”. Al menos no es esa la impresión que saco yo leyendo el Nuevo Testamento. El Cuerpo Místico de Cristo no es una colección de desconocidos: es una comunidad propiamente dicha, con una vida propia. Parte de esa vida es la acogida del transeunte y del peregrino, que es lo que ocurre en las vacaciones en Occidente.

Por eso, el “buscar a qué misa ir” dentro de toda la ciudad es algo bastante poco razonable, a mi modo de ver: si no puedes, por el motivo que sea, Celebrar la Eucaristía Dominical con tu Comunidad Eclesial, no te líes. Basta con que estés unido con el corazón y será la propia Comunidad la que te tenga presente en su oración. Otra cosa sería convertir la Misa en una clase obligatoria, o en oír un discurso obligatorio del líder (como en los países comunistas…). Nada que ver.

Lo que me lleva al asunto de los enfermos.

Más presentes que los asistentes

Cuando mi madre no pudo asistir a la misa por su enfermedad, me vinieron a la cabeza otras veces en que yo tampoco había podido (y otras en que, si soy honrado, no debería haber ido, aun “pudiendo”).

Y la luz que creí tener es la siguiente: el enfermo no es que esté exento del mandato dominical. Es que la propia Iglesia ora angustiada por su recuperación y su paz. De hecho, lo hace, si no me equivoco, siempre, en la Oración de los Fieles. Y, por supuesto, los tiene siempre implícitamente presentes. No hay más que —otra vez— leer el Nuevo Testamento para entender el valor que los Apóstoles dan a los enfermos.

En el fondo, el miembro enfermo de la Iglesia está presente en la misa porque lo está activamente en el corazón de aquellos asistentes que están al tanto de su situación y, de manera genérica pero real, en el corazón de cada uno de los miembros sanos, que sufre por el miembro enfermo. Y, obviamente, porque está presente en el Corazón del Principal Celebrante, que es Cristo.

No es que uno esté eximido de asistir a misa por estar enfermo. Es que la propia Iglesia, que conoce la situación, lo que desea es que repose (acordémonos de que el mandato sabático es principalmente de descanso) y sane. Es que, cuando uno está enfermo, la Iglesia ora por él, ora en su lugar.

Y en su ausencia, el enfermo es bendecido. Y él mismo bendice sin saberlo, pues su ausencia agranda el Corazón de la Iglesia.

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