Nadezhda Mandelstam, viuda de Osip Mandelstam, poeta ruso asesinado durante uno de los terrores de Stalin (en 1937 ó 1938), escribe en sus memorias sobre una familia, los Shklovski, a los que aprecia especialmente.

Los Shklovski

En Moscú solo había una casa a la que un paria podía ir siempre. Si ocurría que Víctor y Vasilisa Shklovski no estaban en casa cuando M. [Mandelstam, NT] y yo íbamos durante nuestros viajes a la ciudad en los meses previos a su arresto, uno de los niños saldría a saludarnos: la pequeña Varia, que siempre tenía un trozo de chocolate en su mano, la alta Vasia (hija la hermana Natalia de Vasilisa), o Nikita, su larguirucho hijo, a quien le gustaba salir a cazar pájaros y que era un gran rigorista en lo relativo a la verdad. Nadie les había explicado nada pero siempre sabían lo que tenían que hacer: los hijos reflejan en general las normas de comportamiento de los padres. Nos llevarían a la cocina, que en casa de los Shklovski funcionaba como una cafetería, nos darían comida y bebida y nos entretendrían con su charla. Vasia, que tocaba la viola, siempre nos hablaba de su último concierto —en aquel tiempo la sinfonía de Shostakovich hacía furor. Shklovski escuchaba lo que decía Vasia y comentaba alegremente: “¡Eso pone a Shostakovich arriba del todo!” Eran tiempos en que cada uno tenía que ser colocado en el puesto preciso de la jerarquía, con todo el mundo intentando quedar arriba. El Estado animaba a la gente a comportarse como los boyardos de la Rusia medieval que peleaban entre sí sobre su lugar a la mesa de Zar, quien se reservaba siempre la decisión final sobre quien debería sentarse “arriba del todo”. Fue en esos días cuando Lebedev-Kumach, de quien se decía que era realmente un hombre muy modesto, se encontró elevado al estado del “poeta máximo”. Shklovski también tenía sus ambiciones pero él quería que los asuntos se decidieran sobre la base de su famoso “Cálculo de Hamburgo” [obra de Shklovski, en la que explica que los luchadores de Hamburgo se clasificaban una vez al año en un día de largas, duras peleas a puerta cerrada, más que según sus peleas públicas manipuladas por los promotores. Sugería que los mismos métodos deberían utilizarse con los escritores]. M. habría disfrutado ir a escuchar la nueva sinfonía de Shostakovich pero tenía miedo de perder el último tren [Ni M. ni su entonces mujer podían pernoctar en Moscú por esa época (1937), así que iban y volvían en el día, con frecuencia, NT].

Con Varia la conversación era diferente. Nos mostraba sus libros escolares en los que los retratos de los líderes del Partido estaban cubiertos con gruesas piezas de papel pegadas según cada uno iba cayendo en desgracia —esto lo tenían mue hacer los niños siguiendo las instrucciones de su maestro. Varia decía cuánto lo gustaría cubrir a Semashko —“Tendremos que hacerlo antes o después, así que ¿por qué no ahora? En esta época los editores de las enciclopedias y de los libros de consulta iban mandando a los suscriptores —la mayoría de tales obras se compraba por suscripción— listas de artículos que debían ser cubiertos o cortados. En el hogar Shklovski era Víctor mismo quien se encargaba de esto. Con cada nuevo arresto, la gente repasaba sus libros y quemaba en la estufa las obras de los líderes caídos en desgracia. En los nuevos edificios de apartamentos, que tenían calefacción central en lugar de estufas, los libros prohibidos, los diarios personales, la correspondencia y otra “literatura subversiva” tenía que ser cortada con tijeras en pedazos y echada por el retrete. La gente estaba muy ocupada…

Nikita, el menos hablador de los hijos, decía a veces cosas que hacían tambalearse a los adultos. Una vez, por ejemplo, Victor estaba contándonos que él y Paustovski habían ido a ver un famoso criador de pájaros que entrenaba canarios —solo tenía que dar una señal para que uno de sus pájaros saliera de su jaula, se apoyara en una percha y cantara. A otra señal de su amo, volvía de nuevo obedientemente a su jaula. “Exactamente igual que un miembro de la Unión de Escritores”, dijo Nikita, y salió de la habitación. Tras decir algo de este tipo, siempre desaparecía en su propia habitación, donde mantenía los pájaros que había capturado. Pero él trataba a sus pájaros amablemente, y no creía en su amaestramiento. Nos decía que las aves cantoras siempre aprendían a cantar de ciertas aves mayores que eran especialmente buenas en ello. En la región de Kursk, en tiempos famosa por sus alondras, habían capturado las mejores cantoras y las aves jóvenes ya no tenían manera de aprender. La “escuela” de Kursk de alondras fue así destruida por la gente egoísta que había metido a las mejores cantoras en jaulas…

Cuando llegaba Vasilisa con sus sonrientes ojos azul claro, se ponía en acción inmediatamente. Nos preparaba un baño, nos daba un cambio de ropa interior y después nos hacía echarnos para descansar. Victor siempre estaba pensando maneras de ayudar a M., aparte de entretenerle con los últimos chismes. A finales de otoño le dio un viejo abrigo hecho de piel de perro que había sido utilizado por Andronikov, el “hombre orquesta” [uno de los conocidos, NT] en invierno anterior. Pero desde entonces, Andronikov había subido en la escala social y había conseguido un abrigo nuevo del tipo que le permitía su estatus como miembro de la Unión de Escritores. Shklovski le entregó entonces solemnemente el abrigo de piel de perro a M. e incluso hizo un breve discurso con esa ocasión: “Que todo el mundo vea que viniste aquí dentro del tren, no subido a los parachoques. Hasta entonces, M. había llevado un abrigo amarillo de cuero —también regalo de alguien. Fue con este abrigo amarillo con el que fue al campo [al Gulag, NT] más tarde…

Cuando sonaba el timbre, nos escondían en la cocina o en la habitación de los niños antes de abrir la puerta. Si era un amigo, éramos liberados al momento de la cautividad con gritos de alegría, pero si eran Pavlenko o Lelia Povolotskaya, la mujer espía de la policía de la puerta de al lado —la que había tenido un ataque cuando comenzaron a rehabilitar a gente— nos quedábamos en nuestro escondite hasta que se iban. Ninguno de ellos nos echó nunca un vistazo, y estábamos muy orgullosos de este hecho.

La casa de los Shklovski era el único lugar en que nos sentíamos como seres humanos de nuevo. Era esta una familia que sabía cómo ayudar a almas perdidas como nosotros. En su cocina discutíamos nuestros problemas —dónde pasar la noche, cómo conseguir dinero, y así. Evitábamos quedarnos por la noche con ellos por las mujeres que cuidaban del edificio —la limpiadora, la portera y la que manejaba el ascensor. Era una tradición bien preservada que estas oprimidas pero bondadosas almas trabajaran para la policía secreta. No conseguían una paga extra por esto —simplemente contaba como parte de sus obligaciones normales. No recuerdo cómo lo conseguimos, pero de hecho fuimos al concierto de Shostakovich y pasamos la noche en algún otro lugar… Cuando más tarde volví yo sola al apartamento de los Shklovski, tras la muerte de M., las mujeres de la puerta me preguntaron dónde estaba, y cuando les dije que estaba muerto, suspiraron. “Pero pensábamos que usted sería la primera en marchar”, dijo una de ellas. Este comentario me mostró hasta dónde nuestro destino estaba escrito en nuestros rostros, y también me hizo darme cuenta de que estas desgraciadas mujeres tenían corazón después de todo, y que uno no debía tenerles tanto miedo. Las que tuvieron pena de mí murieron pronto —las pobres mujeres no duraron mucho a base de sus magras raciones— pero más tarde me llevé bien con sus sucesoras, quienes nunca informaron a la milicia de que a veces pasaba la noche en casa de los Shklovski. Pero en 1937 estábamos aterrados de ser denunciados y tratábamos de no quedarnos en casa de los Shklovski por miedo a causarles problemas —de hecho, nos movíamos continuamente, corriendo sin respiro de un sitio a otro.

A veces, cuando no había otra posibilidad, nos quedábamos la noche entera, pese a todo, durmiendo en el suelo de su dormitorio sobre un colchón cubierto con una manta de piel de oveja. Vivían en el séptimo piso, así que no se oían los coches que paraban fuera, pero si alguna vez oíamos el ascensor subir durante la noche, los cuatro de nosotros corríamos a la puerta y escuchábamos. “Gracias a Dios”, decíamos, “es abajo”, ó “ha pasado”. Este asunto de escuchar el ascensor ocurría cada noche, estuviéramos nosotros o no. Afortunadamente, no se utilizaba tanto, pues muchos de los escritores con apartamentos en el edificio pasaban la mayor parte del tiempo en Peredelkino, o en cualquier caso, no llegaban a casa tarde —y sus hijos eran aun muy jóvenes. En los años del terror, no había una casa en todo el país en la que la gente no se sentara temblando de noche, sus oídos esforzándose por captar el murmullo de los coches pasando o el sonido del ascensor. Incluso ahora, cuando paso la noche en el apartamento de los Shklovski, tiemblo cuando oigo pasar el ascensor. La visión de personas medio vestidas apiñadas junto a la puerta, esperando a oír dónde para el ascensor, es algo que no se puede olvidar nunca. Una noche reciente, después de que un coche hubiera parado junto a mi casa, tuve un mal sueño en el que pensaba que M. estaba despertándome y me decía: “Vístete —esta vez han venido a por ti”. Pero yo rehusaba ceder: “No me levantaré —¡al infierno con ellos!” Esto era una revuelta contra lo que es también, después de todo, un tipo de colaboración: vienen a llevarle a uno a prisión y uno mansamente se levanta de la cama y se pone la ropa con manos temblorosas. Pero ¡nunca más! Si vienen a por mí, tendrán que sacarme en una camilla o matarme allí mismo —nunca iré por propia voluntad.

Una vez, durante el inverno de 1937, decidimos que estaba mal seguir aprovechándonos de la amabilidad de los Shklovski. Teníamos miedo de comprometerles —una sola denuncia y podían acabar todos en prisión. Nos horrorizaba pensar en causar el desastre a Shklovski y toda su familia, y aunque ellos nos rogaron que no nos preocupáramos, dejamos de ir a verles una temporada. Como resultado, nos sentimos más desamparados y solitarios que nunca. Pronto M. no pudo aguantarlo más y mientras estábamos de visita a Lev Bruni, telefoneó a los Shklovski. “Venid ahora mismo”, dijo Victor, “Vasilisa os echa terriblemente de menos.” Un cuarto de hora más tarde llamábamos a su puerta y Vasilisa salió llorando lágrimas de alegría. Sentí entonces que ella era la única persona real en todo el mundo —y aún lo pienso. Debería mencionar que siempre me he sentido igual de cercana a Akhmatova [una poetisa amiga] pero ella vivía en Leningrado por esas fechas, así que estaba lejos de nosotros.

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