Deudas

Dos amigos míos de Valladolid se conocían desde antes de que yo fuera allí a vivir. En una ocasión uno le preguntó al otro: “¿por qué eres tan amigo de Pedro y no lo eres mío?” La respuesta fue: “porque Pedro y yo hemos reñido.”

Sí, habíamos reñido pero también habíamos decidido que esa riña no fuera un motivo de separación sino una ocasión para unirnos más, conocernos mejor y, disculpándonos, querernos más.

Hace años —más de los que me gustaría— traté de ayudar a alguien, que por entonces no era más que un conocido, teniendo con él una conversación privada e indicándole algunos hábitos que me parecía que debía abandonar. Después de hablar yo lo hizo él y me explicó en detalle por qué actuaba de la manera que lo hacía. Enmudecí y me llené de vergüenza y le dije que me perdonara, que la ignorancia es atrevida.

Dejamos de ser conocidos y pasamos, con el tiempo y el trato, a ser amigos al estilo de Cicerón y Elredo de Riveaux. Porque tuvo la grandeza de alma de perdonarme el atrevimiento, la imprudencia y la herida que le causé.

Porque uno no aprende

Pues eso mismo me ha ocurrido otras veces: con mi atrevimiento y mi “buena voluntad” he herido a quien no debía por el motivo equivocado y en el momento menos oportuno.

Pero así he descubierto, por la misericordia de Dios, el significado de la “grandeza de alma.”

Uno es torpe y se repite. Y se dirige a alguien en quien comienza a tener confianza y le hace un comentario “bienintencionado” pero equivocado, ofensivo y fuera de lugar. Y al darse cuenta de que ha metido la pata (porque uno, al menos, es capaz de esto…), pierde la paz y se imagina lo peor: que se ha cargado ese principio de amistad, con “las mejores intenciones.”

Pero el alma verdaderamente grande perdona. Y la herida que produjeron las buenas intenciones, innecesaria y estéril, es ocasión (para el alma grande) no de separación (que sería perfectamente razonable, pues al fin y al cabo, no hay obligación de aguantar a pesados) sino de alcarar los términos y aliviar, con el bálsamo del perdón, la angustia del torpe.

¡Ah, el perdón! Ya dije en su día que ser perdonado es la naturaleza del Cielo. Y cuando te dan el Cielo en la tierra, ¡qué fácil es todo! El suelo que pisan aquellos que perdonan queda bendito. Y el aire que respiran queda santificado. Porque llevan con ellos la Salvación.

Gracias. Ya era hora de darlas.

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