Siempre lo mismo

Uno ha de tener en cuenta las casualidades porque, depende de cómo se mire la realidad, puede ser que no existan.

El otro día, leyendo una página de noticias tecnológicas, llegué a una entrada de un blog que se refería a las Meditaciones de Marco Aurelio para unas consideraciones técnicas. En su momentó me pareció interesante —y pensé, “quizás es un libro que debería leer”. Resulta que a los tres o cuatro días, visitando a un amigo, le veo salir de su lugar de trabajo con, nada menos, “Las Meditaciones” de Marco Aurelio. Creo que voy a conseguirlas en breve plazo. Quizás esta misma tarde, del Proyecto Gutenberg.

Pero hoy mi interés va más por una idea, posiblemente una luz, que me vino a la mente el martes, creo recordar. Seguro que más de uno se siente interpelado —en el sentido de Baudelaire: tú, hipócrita lector, mi semejante, mi hermano— pero más que nada esta reflexión pretende ser un recordatorio para el futuro, una llamada a mi serenidad, mi justicia y mi prudencia. Un memento.

Estaba en mi despacho y fui testigo auricular de una conversación entre dos personas. En cierto momento, uno de los participantes, refiriéndose a un tercero, dijo más o menos lo siguiente, que todos hemos articulado en alguna ocasión: “y fulano hizo esto [algo que está mal], como siempre, porque es siempre lo mismo.”

Sé que el sentido de la frase es limitado —algo así como “siempre que hace algo que me afecta me hace daño, o me fastidia, o lo hace mal”— pero el lenguaje manifiesta y configura nuestra manera de pensar y el adverbio “siempre”, sin calificar, nos lleva a perpetuar en la imagen mental a la persona referida como alguien que actúa mal todas y cada una de las veces.

Daba la casualidad de que el tercero en discordia es alguien que tiene un hueco en mi corazón y cuyo trabajo valoro enormemente. Por prudencia y porque si uno entra a sutilezas lingüísticas en un momento malo, produce más daño del que quiere arreglar, no dije nada. Quién sabe lo que haré en el futuro. Pero sí se me encendió una luz. Lo que hace el corazón, que diría Pascal.

La persona aludida es un buen trabajador, que día a día procura sacar el mayor partido al tiempo que tiene entre manos y que, en lo ordinario, lo hace —hasta donde yo puedo saber— lo mejor posible. Es alguien que se preocupa por la gente de su entorno y que ayuda a los demás cuando puede, desde mi punto de vista. Vamos, que, desde luego, no está “siempre” metiendo la pata o haciendo asuntos que fastidian. También sé que, de vez en cuando, sí, se equivoca, como todos, de una manera u otra. El caso es que las repercusiones han caído con frecuencia sobre quien decía la frase que cité.

Repito: entiendo perfectamente que el juicio no tenía un valor moral exacto. Es obvio.

Pero soy de la idea tan arcaica de que el lenguaje tiene un valor performativo notable. Que nuestras palabras hacen germinar pensamientos, pasiones, percepciones y sentimientos. Que cuando decimos algo sin pensar, pensamos así sin querer. Que la palabra ociosa es pecado —es muy curioso, ahora que estoy leyendo la Summa Teologiae, las veces que santo Tomás repite que la palabra ociosa es pecado, si bien venial—, digo que la palabra ociosa es pecado no por el “ocio” sino por la palabra. Que descuidar nuestro lenguaje lleva a modelar nuestro pensamiento como no queremos.

Por ir al grano: cuando hacemos un juicio sobre una persona y la expresión es mayor que el valor real, entonces estamos erosionando el juicio verdadero sobre dicha persona y —este es el núcleo de esta reflexión— nos separamos de ella. Poco, claro, quizás incluso muy poco. Pero Cristo une y Satanás separa. ¿Qué es lo que buscamos?

Soy yo, hermano, el primero que he hablado así de tanta gente. Esta fue la luz a que me refería antes. Cuando el corazón me dijo “esta frase que has oído es una exageración injusta porque sabes que fulano hace muchas cosas bien”, en ese mismo instante recordé las numerosas ocasiones en que yo he dicho “es que Angelito hace lo mismo una y otra vez”, “ya está Ricardo con lo de siempre”, “¿por qué no dejará Esteban de fastidiar a la gente?”, sin darme cuenta —que debía darme— de que Ángel, Ricardo y Esteban tienen un noventa y nueve por ciento de vida que desconozco y que, más que posiblemente, está lleno de virtud, amabilidad y trabajo. Pero esa expresión lo que hacía era poner mi fastidio momentáneo por encima de la justicia —no digamos de la caridad— y además, colocar un pequeño obstáculo más —escándalo— entre el aludido y yo. Qué fácil resulta entenderlo así, al menos ahora que lo he visto claro. Pero lo hacemos tantas veces, con tanta gente, de tantos modos.

Es muy hermoso hacer teología y decir que “el lenguaje es performativo”, citando a Benedicto XVI. Lo difícil es que tú, lector, te des cuenta de que la realidad —en este caso la fuerza del lenguaje— es mucho más rica que tus sensaciones, de que tu hablar conforma tu pensar.

Esta es mi consideración de hoy: cuidar el lenguaje es cuidar nuestro pensamiento y por ello nuestro juicio hacia los demás: la justicia —que es la base de la convicencia, previa a la caridad. Cuando pienses “otra vez lo mismo”, “lo de siempre”, referido a alguien, date cuenta, mon semblable, de que no solo estás exagerando sino de algo mucho peor.

Estás haciendo el trabajo del diablo.

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